Veraneos, 11: Lo fugaz y lo eterno
Hay un tipo ahí que mira al cielo. No es usual la cosa. Ve un montón de estrellas. No es usual. Le duele el cuello de tanto mirar estrellas, son las dos de la mañana (una hora más en Espanha).
El tipo se está pimplanado una botella de vino tinto alentejano en el porche de una casa en mitad de un bosque. Cerca hay un acantilado. Se oye el mar contra las rocas.
Muchas son las estrellas que el tipo ve. Y aviones. Y unas luces de posición rojas y azules y puntos que parpadean y se mueven, tal vez satélites, y estrellas fugaces que es una manera poética de decir “basura espacial, partículas que se incendian en contacto con la atmósfera, breves, como granos de arena”.
El tipo agarra su teléfono móvil y mira la agenda. Ya tiene una buena colección de números de gente muerta. Ya tiene una edad. Mira al cielo y se acuerda de Jodie Foster y de una película cienciológica y llama a los muertos y nadie responde. Y toma otro sorbo de vino alentejano.
En la Eternidad no hay cobertura. Lo suponía. Lo confirma.
La bóveda celeste no la firmó Bruneleschi ni la subraya Mahler con doscientos violines. Es tan fugaz como eterna.
Apura el vino. Esa gota final en los labios es la Tierra.
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