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La siesta

Juan José Fernández Palomo

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El 1 de marzo de 1932 el hijo de Charles Lindbergh, prácticamente aún un bebé, veinte meses de edad, fue sacado por una mala persona de su sueño de la tarde y se perdió. ¿Hacia dónde? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Pero es un hecho notorio, aunque cruel, de una historia que de alguna manera compartimos.

Dos meses después, un cadáver de niño fue descubierto con el cráneo destrozado cerca de la casa familiar, en Hopewell, New Jersey.

Un tipo de origen alemán, Bruno Richard Hauptmann, fue acusado del crimen, juzgado y condenado a morir en la silla eléctrica dos años y pico más tarde tras una investigación llena de controversias, sospechas y tejemanejes políticos que acabaron por definir el caso Lindbergh como un paradigma del mal que una sociedad como la de los Estados Unidos de América puede albergar dentro de sí misma. Y que no puede tolerar. Ahí nace eso del FBI (J.Edgard Hoover, joven y trepa, estuvo allí).

Hauptmann proclamó su inocencia hasta el último calambrazo. Y tras la muerte del aviador Lindbergh, en los años 70, aparecieron dos presuntos hijos suyos, como “moiseses” recogidos por otras dos familias diferentes. Al parecer buscaban -o aún son capaces de buscar- su herencia, la del primer hombre que cruzó el Atlántico volando de Nueva York a París sin escalas en un monomotor Ryan NYP bautizado como Spirit of St. Louis.

La condición humana es lo que tiene.

En inglés, a dormir un poco a deshoras se le dice “nap”. Y una manera de decir niño en esa lengua es “kid”.

A partir del caso Lindbergh, llamado en la prensa de la época Crime of the century, la lengua inglesa acuñó el término “Kidnapping” para definir “Secuestro”.

Es un caso de “clipping”: juntar dos lexemas diferentes para que luego se comporten como uno. Algún redactor anónimo editó ese titular a cuatro columnas y se fijó. Un tuit 80 años antes de tweeter.

Sacar a un niño de su sueño... Es truculento sólo pensarlo, lo sé, pero la lengua es así: se nutre las más veces de la inocencia de quien la recibe, la asume y la usa. Luego la transmite y, después, ya no es de nadie y es de todos como los cuentos que llamamos infantiles.

Me gusta sestear, echar un pequeño sueñecito después de mediodía, tras el almuerzo (la sexta hora latina, de ahí “siesta”) como es costumbre. Pero me gusta dormirme para despertar.

Y una vez despierto procuro que llegue el momento de dormir; porque todos somos inocentes cuando soñamos.

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