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Quiero ser como Tico

Juan José Fernández Palomo

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Lo prometido es deuda.

Siempre es agradable volver a Córdoba, sobre todo si sales poco de la ciudad. Esta semana que se agota volví a disfrutar de ese tesoro de excelencias que constituye el compartir los sabores de la amistad, el buen yantar y el oro de las vides de esta tierra.

Sucedió en un paraíso blanco de sencilla enea donde nos obsequiaron con empanada de calamares, sabrosa morcilla braseada, risotto con el recuerdo del rabo de un toro y más, todo regado con el amarillo ecológico de Bodegas Robles, a los que agradezco desde ya la caja de botellas con la que me agasajarán en cuanto lean esta sencilla cuartilla digital.

Allí acudieron varias de las mentes más preclaras de la comunicación local, que es tanto como decir universal, acompañadas de sus respectivos cuerpos y estómagos agradecidos. Entre ellas, Elena levántate Lázaro y su esposo Eusebio porque le dio el punto. También María del Mar que dejó por un rato su malabar de biberones para aferrarse a un sencillo tenedor. Las bellas polacas Helena y Vanessa que derrocharon inteligencia y sensibilidad a espuertas, una enredada Paz que sumó a las nuevas tecnologías la naturaleza de su vientre o Marta Jiménez, que por un día no hizo gala de aquella sentencia de Milan Kundera en la que el checo asumía “que la coquetería no es más que la promesa de un coito” y se limitó a una simple seductora conversación.

Un sociólogo intentaba definir el viaje por el tiempo del término “caraba” y un arquitecto construía a plomo la charla distendida. El siempre contenido José María Martín conversaba con Alberto sobre los nuevos caminos del periodismo y, en un momento dado, aprovechó para anunciar una buena nueva como si fuera un ángel.

Mientras, acodados en la nívea y pulcra barra, el falso nueve Luis y Aris Moreno compartían confidencias sobre tratamientos capilares.

Carlos, el meteorólogo, miraba al cielo con los pies en el suelo y una sonrisa.

Los anfitriones de todo eran Manu con su inteligente y escrutadora miopía, el maestro Víctor, la mirada clara de Madero y el recién fusilado Alfonso Alba que, a pesar de todo, aún se mantenía en pie.

No sé si los he citado a todos, alguno se me olvidará, que me disculpen. Sólo puedo añadir que yo revoloteaba entre ellos como un palomo zurito, disfrutando de sus conversaciones y sabias consejas.

Y sólo tras los postres, cuando pagaba unos gin-tonics, me percaté de que aún me queda un buen trecho para ser como Tico.

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