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Hombre de su casa

Juan José Fernández Palomo

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Se le nota cansado esta mañana; exhausto, más bien. Ojeroso; pero, también, con cierto aire de satisfacción después de una noche en vela y algo estresante.

La cosa comenzó ayer a eso de las ocho y cuarto de la tarde. Fue cuando cogió el I-pad y navegó buscando la página web de la compañía eléctrica para esperar la cotización del kilovatio según tramos horarios. A su lado abrió el portátil y se conectó vía skype con su primo segundo que es catedrático de matemáticas aplicadas en Harvard.

Su primo le ayuda y le confirma que, efectivamente, el precio del kilovatio/hora se abarata en los tramos entre las 00:08 y las 02:14; se encarece brevemente a las 03:01, vuelve a abaratarse 35 minutos después y así se mantiene constante –más o menos- hasta las 06:19 para empezar a subir paulatinamente durante todo el día.

Bien, vamos a ello, se dice. A las 00:15 enciende el equipo de música, se coloca unos auriculares inalámbricos por bluetooth para no molestar a los vecinos y se pone un disco doble en directo de Pearl Jam a todo trapo. Cuatro minutos después pone una lavadora de color. Inmediatamente después, mete un pollo en el horno. Luego carga la batería de su robot aspirador, el que va solo y parece un ovni. Llena la nevera de las cervezas que compró por la mañana y la enchufa. Enciende el aire acondicionado –aprovechando que la casa está herméticamente cerrada- para que al día siguiente el piso esté fresquito. Se prepara un estofado en la vitrocerámica. Saca la colada de color y pone de nuevo la lavadora con ropa blanca. La batería del aspirador ya está cargada y el ovni empieza a barrer la casa a su bola (menos mal que este ovni no vuela porque al peligro de tropezar con él se uniría la posibilidad de descalabro). Enciende las luces de todas las habitaciones por si el aspirador necesitase ver dónde se acumulan las pelusas. Se pone una sudadera de Decathlon porque el aire acondicionado está pegando tralla. Suena un timbrecito (tiiin): el pollo ya está hecho. Pone una cafetera en otra parte de la vitro, introduce una jarra de leche en el microondas. Mete dos rebanadas en el tostador. Qué pena no tener lavavajillas, se dice, porque ahora es el momento de ponerlo.

A las ocho menos cuarto de la mañana todo ha terminado.

Apaga todos los trastos. No está mal: ropa limpia, casa limpia y fresquita, estofado reposando, pollo asado, desayuno preparado…

Vuelve a conectarse con su primo el catedrático. ¿Lo has calculado?, le pregunta. Sí, contestan desde Harvard, en la próxima factura de ciento y pico pavos vas a ahorrarte 1,24 euros. ¡Bien! Contesta feliz el hombre de su casa.

Primo, le replican desde el otro lado del ordenador y del Atlántico, no sé si eres un optimista o un cándido, pero te diré una cosa: la compañía eléctrica, con la ayuda de tu gobierno, no solo te folla en tu propia casa sino que además se limpia en tus cortinas. Anda ya, agorero, no seas negativo. Gracias por todo. Apaga el skype.

El hombre de su casa ha desayunado un café con leche tibio y tostadas más calcinadas que el perro de Pompeya, luego comerá pollo frío y beberá cerveza caliente repasando un folleto de lavavajillas sopesando la posibilidad de optimizar aún más algún tramo horario.

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