Como desde siempre he sido reacio a levantar pesos o manipular herramientas, pero sé leer, escribir y hablar, he acabado trabajando (es un decir) en medios de comunicación escritos y radiofónicos. Creo que la comunicación y la cocina tienen muchas cosas en común: por ejemplo ambas necesitan emisores y receptores, y tienen una metodología parecida, una suerte de sintaxis y de morfología que deben ser aplicadas. Cocino habitualmente en casa y mi último descubrimiento ha sido comprobar que recoger y limpiar utensilios mientras preparo la comida es muy bueno: ha cambiado mi vida, de hecho. Buen provecho a todos.
Discreción
Mi padre, al que le gustaba mucho Galicia por sus múltiples viajes allí por motivos de trabajo, se hizo del Dépor, del Deportivo de La Coruña. Y lo decía en los bares del barrio: “mis hijos son del Barça, y yo también por ellos, pero en realidad soy del Dépor porque en Galicia fui feliz”. No sé por qué no dijo ser del Celta, la verdad. Tampoco explicó mucho más de su felicidad galaica.
A finales de los años sesenta, mi padre, que era perito industrial, estaba montando unos transformadores eléctricos en una subestación de las afueras de Vigo, en un polígono industrial (en aquella época, desde Córdoba se exportaban cosas de importancia) y tuvo que llegarse al Aeropuerto de Peinador a esperar que un avión le dejase una caja de complementos necesarios.
Mi padre miraba desde la ventana de la terminal (siempre me ha gustado la palabra “terminal”) fumando ducados y esperando la entrega.
Aterrizó un avión fuera de línea, un vuelo privado, concretamente un Dassault Falcon 7X, mi padre lo reconoció en seguida, porque era aficionado a esas cosas.
Una mujer con gafas de sol y vestida de negro bajó de la aeronave y se encaminó hacia la terminal, subió al lobby buscando la salida cuando se le cayó un pequeño maletín. Mi padre, atento, lo recogió y se lo ofreció de nuevo a su brazo: “se le cayó, tenga cuidado”, dijo mi padre. “Gracias”, dijo ella que recogió el bolso de piel de yacaré.
“Muy amable, me llamo Ava”.
“Ah, me suena. Creo que la he visto en el cine, ahora caigo”, dijo mi padre, un pelín azorado.
“Sí, la Gadner, ya sabe; vengo de incógnito, a comer unas nécoras… y lo que surja.
“Si quiere la llevo a Sanxenxo (Sangenjo, según la toponimia del ABC), cerca de aquí, a tomar unos vinos y comer sardinas, porque es San Bartolomé, mi santo, la invito”.
“Venga, dijo Ava Gadner”, “pero con discreción”.
“Claro”.
No sé mucho más sobre esa historia; pero recuerdo a mi padre jubilado viendo una peli de Frank Sinatra en casa y diciendo “qué gran tipo, qué bien actúa”.
“Y qué bien canta” apostillé yo.
“También, también. Aunque tiene un poco cara de mala leche”.
“¿Cómo ha quedado el Dépor, por cierto?
“La ha cagado, Djukic ha fallado un penalty”.
“Qué lástima, qué lástima de todo”.
En Sanxenxo, o Sangenjo, nadie se acuerda de Ava Gadner. Ni de mi padre, claro.
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Como desde siempre he sido reacio a levantar pesos o manipular herramientas, pero sé leer, escribir y hablar, he acabado trabajando (es un decir) en medios de comunicación escritos y radiofónicos. Creo que la comunicación y la cocina tienen muchas cosas en común: por ejemplo ambas necesitan emisores y receptores, y tienen una metodología parecida, una suerte de sintaxis y de morfología que deben ser aplicadas. Cocino habitualmente en casa y mi último descubrimiento ha sido comprobar que recoger y limpiar utensilios mientras preparo la comida es muy bueno: ha cambiado mi vida, de hecho. Buen provecho a todos.
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