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Sobre este blog

Como desde siempre he sido reacio a levantar pesos o manipular herramientas, pero sé leer, escribir y hablar, he acabado trabajando (es un decir) en medios de comunicación escritos y radiofónicos. Creo que la comunicación y la cocina tienen muchas cosas en común: por ejemplo ambas necesitan emisores y receptores, y tienen una metodología parecida, una suerte de sintaxis y de morfología que deben ser aplicadas. Cocino habitualmente en casa y mi último descubrimiento ha sido comprobar que recoger y limpiar utensilios mientras preparo la comida es muy bueno: ha cambiado mi vida, de hecho. Buen provecho a todos.

La caza

La caza.

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Vi “La caza”, la película de Carlos Saura, por primera vez en la tele pública, en aquel programa La Clave donde José Luis Balbín fumaba en pipa. Yo era muy joven y muy casero, gastaba aún los viernes encerrado sin salir de casa.

Impactado, claro. En blanco y negro, unos tipos van a cazar conejos a un secarral, se hablan del pasado entre dientes, el más joven no entiende a los mayores, el Land Rover era un coche inquietante, la hija del encargado del señorito es una adolescente solar que, en blanco y negro, baila música yeyé que escupe un transistor. Hay un muerto en una cueva, los hurones para sacar a los conejos de la madriguera también mueren y uno de los cazadores está pillado leyendo novelas pulp de ciencia ficción. El cóctel es muy bruto.

Todos se tirotean y el joven Emilio Gutiérrez Caba corre en el plano final, huye o se escapa, sale o intenta salir de eso, no sabemos a dónde.

Suelo volver a verla de vez en cuando. Con arena en el bocado de tortilla y en la paella de mierda por donde han revoloteado las moscas. Es seca y brutal.

He leído que a Sam Peckinpack le gustó mucho esa peli. Él hizo después “Perros de paja” y, con un montaje paralelo, nos ofreció una cacería de patos inventada por los lugareños para Dustin Hoffman mientras violaban a su mujer, Susan York. También vuelvo a ver esa peli de vez en cuando con un cuchillo entre los dientes y un cepo de hierro forjado abierto a la puerta del salón para que no entre nadie.

Y recuerdo “El cazador” (The deer hunter, en original: el cazador de venados), de Michael Cimino: una boda entre amigos, la última borrachera en las montañas, Vietnam y una ruleta rusa…

Dicen que es posible que la literatura y la caza estén emparentadas. Que los primeros relatos, las primeras historias maravillosas que nos hipnotizaban eran las que contaban nuestros antepasados de vuelta a la cueva, contadas junto al fuego, tras un día de caza.

Puede ser. Me gustaría que esa fuese la razón por la que mi gobierno autonómico me permite salir de la provincia para cazar.

Pero creo que no. Yo, la verdad, no voy a salir, no tengo ni armas ni ropa adecuada para el asunto.

Además, me da igual que los jabalíes o los venados tomen Las Tendillas (si no lo han hecho ya) y campen a sus anchas. Yo me cruzaré de acera y los obviaré –como siempre-.

Total, yo sólo voy a la librería y a tomarme una caña al Correo. Si está abierto.

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Como desde siempre he sido reacio a levantar pesos o manipular herramientas, pero sé leer, escribir y hablar, he acabado trabajando (es un decir) en medios de comunicación escritos y radiofónicos. Creo que la comunicación y la cocina tienen muchas cosas en común: por ejemplo ambas necesitan emisores y receptores, y tienen una metodología parecida, una suerte de sintaxis y de morfología que deben ser aplicadas. Cocino habitualmente en casa y mi último descubrimiento ha sido comprobar que recoger y limpiar utensilios mientras preparo la comida es muy bueno: ha cambiado mi vida, de hecho. Buen provecho a todos.

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