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Beethoven

Juan José Fernández Palomo

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Voy a la pescadería, veo los filetes de pez espada, las tiras de pota del Índico, una extraña trucha asalmonada y pienso en Beethoven. Me suena Beethoven mientras espero turno.

Claro de Luna, claro que sí, intoxicación por plomo, por cadmio, por las cosas, por septicemia, por fallo renal, por huelga de los órganos, por puro cansancio.

¿Tiene en la cabeza la música de Beethoven una concejala, el dueño de un bar, un empresario, un dentista, la que limpia, un autónomo, el Rey, el que afina el piano de Pablo Alborán, Ferreras, un mecánico, una recolectora de ajos de Montalbán…?

¿Suena su séptima sinfonía o la Heroica en la sala del dentista, en los pasillos del Parlamento Europeo, en los laboratorios del CERN, en el perol de un cuñao…?

Sí. Pero ellos no lo saben.

La música de Beethoven siempre suena, bajito, en cada una de nuestras cabezas, aunque no nos demos cuenta. Él puso razón a las pasiones, era un matemático ebrio, justo lo que necesitábamos.

Y no nos abandona.

Una vez tome unas copas con una taquígrafa del Congreso después de un pleno. Me dijo: “después de trabajar me voy a casa, me ducho y pongo en mi equipo Technics a toda pastilla la Pastoral, la sexta, de Beethoven; olvido el dactilógrafo y me quito la ropa”.

La música, “esa forma misteriosa del tiempo”, que dijo Borges.

Y sí, somos el tiempo que nos queda. Donde suena Beethoven.

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