Lo que esconden las palabras (II)

La gesta de los 'africaners' es semejante a la conquista del Oeste americano
La semana pasada trajimos a estas líneas las tiernas palabras del señor Feijóo sobre la “actividad militar” de Israel en Gaza. Pero se nos quedaron fuera algunas consideraciones que quisiéramos recuperar hoy. Don Manuel Fraga Iribarne escribió en septiembre de 1984 un clarificador artículo sobre Sudáfrica días después de regresar de un viaje al corazón del régimen racista. En el texto no deslizó ni una miserable mención a Nelson Mandela, que llevaba ya la friolera de 21 años encerrado entre rejas acusado del ignominioso delito de resistir al apartheid.
Seguramente el fundador del PP no tuvo espacio suficiente para acordarse del mítico defensor de los derechos civiles. En cambio, sí encontró hueco para elogiar la “gesta” de los africaners, que comparó en su grandeza a la “conquista del Oeste americano”. ¿Y quiénes eran los africaners? Acuérdense: los colonos europeos que se asentaron en el siglo XVII en Sudáfrica y Namibia para acabar imponiendo en 1948 el sistema segregacionista de Pretoria.
El señor Fraga escogió el vocablo “gesta” para definir la campaña colonial perpetrada por los supremacistas blancos en suelo africano. No es una palabra cualquiera. El diccionario de la Real Academia la describe como “conjunto de hechos memorables”. Ya saben ustedes. Un término que, en nuestra historia, suele venir asociado al Cid Campeador o a don Pelayo, aquel protoespañol intrépido que frenó el avance moro en la gruta de Covadonga.
No es tampoco casualidad que el ex ministro de Franco equiparara la “gesta” de los africaners con la conquista del Oeste americano. Al fin y al cabo, se trata de dos proyectos coloniales europeos que expandieron la civilización verdadera en territorio salvaje. Tanto que de la población nativa en América del Norte apenas quedan algunos ejemplares en reservas indias para entretenimiento del turista. Como pueden observar ustedes, una gesta deliciosa.
Y si seguimos la línea de puntos llegamos a Israel. Al mismo sitio, por cierto, donde aterrizó el gallego en 1981 para estrechar la mano de Menájem Beguin, líder de la organización terrorista Irgún que en 1946 dinamitó el hotel Rey David de Jerusalén y dejó 92 cadáveres entre los escombros. Se acuerdan, ¿no? Para entonces, todo sea dicho, el halcón sionista presidía el Gobierno de Tel Aviv. A quien se negó a estrecharle la mano fue a Yasir Arafat, de lo que se jactó públicamente nada más poner el pie en Tierra Santa. No es propio de gente de orden, debió de pensar el señor Fraga, mezclarse con la población nativa.
Pero vayamos encajando las piezas. EEUU y Sudáfrica, los dos proyectos coloniales blancos admirados por el líder conservador, fueron los dos principales apoyos de Israel desde su fundación. No es una coincidencia que las potencias coloniales se auxilien unas a otras. Está en su ser. Y, si vamos siguiendo la línea de puntos, tal vez lleguemos a Europa. Y empecemos a entender la razón por la cual el continente que parió la Declaración de los Derechos Humanos y contempló la monstruosidad del holocausto ahora guarde un ominoso silencio ante el genocidio con el que nos desayunamos cada día.
En cierta manera, cada una de las viejas potencias coloniales europeas más que amparar al régimen de dominación sionista en Oriente Medio, lo que hacen es reafirmarse en su propio pasado imperial. Cuando Francia, por ejemplo, mira a Israel se está viendo en los pieds-noirs que arrellanaron sus traseros sobre Argelia en los años impúdicos del colonialismo. Solo en África, los franceses dominaron nada menos que 11,8 millones de kilómetros cuadrados de superficie. Lo que hoy ocupan 29 países. Con dos bemoles.
De los británicos mejor no hablamos. Fueron ellos los que con una simple rúbrica en un papel regalaron al banquero Lionel Walter Rothschild un “hogar nacional judío” en Palestina. Con las consecuencias, por cierto, que ustedes conocen. Cuando uno es dueño y señor del planeta reparte fincas y naciones como le sale del bigote.
Lo curioso del asunto es que quienes expulsaron a los judíos de Europa durante siglos, como si se tratara de materia impura que es preciso purgar, ahora, tantos años después, toman a Israel como dique de contención europea en el mundo indómito de Oriente Medio. De tal manera que los antisemitas de ayer son los arabófobos de hoy. Que es lo mismo pero no es igual.
Solo hay que escuchar a la señora Ayuso repartiendo carnés de antisemita a todo aquel que ose levantar la voz contra la limpieza étnica de los palestinos. Alguien debería recordarle, por cierto, que tan semita es el pueblo hebreo como el árabe. Pero claro. Hablamos de la señora Ayuso. La misma que se pavonea de tener como referente histórico a Isabel la Católica, aquella antisemita de libro que ordenó la expulsión de todos los judíos para forjar una España, grande y libre.
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