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Los matamonas

Elena Lázaro

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- ¿En qué se parecen un elefante y una mona?

- No sé ¿en qué?

- En que ninguno de los dos puede subir a los árboles.

- La mona, sí.

- No, porque la mona que yo digo estaba muerta.

Desde que me lo contaron, he repetido ese chiste cada vez que he podido. He llegado incluso a abusar de él tratando de explicarlo a un grupo de investigadores finlandeses, holandeses y alemanes. Bueno, también había murcianos. Fueron ellos los que me pararon a tiempo en la tercera aclaración: no insistas, no lo van a entender porque no tiene gracia. En cambio, yo soy incapaz de contarlo sin reírme.

Se supone que la gracia radica en el absurdo, en la simpleza de la explicación. Y las brutas nos reímos de las simplezas, de lo absurdo. Así lo veía hasta hace una semana. Ahora no me río y la culpa es de twitter, ese púlpito público en el que nos hemos acostumbrado a ponerlo todo perdido de opiniones. Y no de opiniones cualquiera, sino de opiniones de ésas que pesan toneladas. Sentamos cátedra, nos erigimos en guardianas de las esencias y juntamos letras como si estuviéramos grabando a fuego las Tablas de la Ley en 120 caracteres, en 240 o en un hilo completo.

El debate de investidura y, sobre todo, el análisis tras el fracaso y la búsqueda de culpables han dejado grandes perlas y no sólo en las cuentas oficiales de quienes trataron de negociar en el tiempo de descuento, que también. La puesta en escena es de sobra conocida y tampoco voy a descubrir nada nuevo. Ni lo pretendo, pero fue a cuenta de ese debate cuando me percaté de que mi chiste favorito no era chiste, sino una fabulilla que mi simpleza de pensamiento no fue capaz de ver. Y eso sí que no tuvo ni puñetera gracia.

La cosa ha sido más o menos así

- ¿Pactamos?

- Vale, pero contigo no, bicho.

- Bueno, me voy y pactas con mis colegas.

- Entonces no, porque la mona que yo decía estaba muerta.

Aquí pueden leer la versión extendida

- Oye, que si no estamos en el Consejo de Ministros que no bailamos.

- Vale, toma 3 ministerios.

- Mejor no, porque la mona que yo decía estaba muerta.

Pinche aquí para ver cómo pinchó esta parte de la negociación

La puntilla me la ha dado el debate deontológico planteado en las últimas semanas entre quienes comunican, divulgan e informan sobre ciencia, acciones que, aunque lo parezcan, no son sinónimas ni mucho menos equivalentes.

La discusión sobre los límites de la ética profesional está siendo especialmente interesante y enriquecedora. Con una de éstas al año elevaríamos a la divulgación a los altares del oficio antes de que acabe la década. Pero, no lo voy a negar, no todo ha sido puro placer intelectual. A propósito de esta discusión, he sido consciente de la poca gracia del chiste.

- Hola, somos el azote de la pseudociencia y los superdefensores de la evidencia científica.

- Hola, a mí a veces me mola la homeopatía. Y yo tengo casi todos los datos que prueban que mi vacuna es necesaria, casi, casi ¿Nos ayudas a promocionarnos? Pero hazlo sin que se note mucho.

- Vale lo hago, porque la mona que yo azotaba estaba muerta.

Y entonces ya en las redes, la tormenta final:

- Uy, qué malvados los de la publicidad encubierta. Lapidación, lapidación; a la hoguera, a la hoguera.

- Oye ¿te acuerdas de aquella charla que diste en aquel colegio profesional?

- Sip.

- Que a lo mejor ahí también tú…

- Yo no, porque la mona que yo decía estaba muerta.

Y aquí me tienen, en plenas vacaciones, huérfana de chistes, totalmente desnortada tratando de asimilar que basta con matar a la mona para que tu discurso suene coherente, aunque tu credibilidad se vaya por el desagüe, aunque la historia no tenga gracia. Aquí estoy, asistiendo incrédula a una lapidación exagerada en la que se vuelven a construir heroicidades sobre presuntamente inmaculados personajes y, sobre todo, sobre los cadáveres de millones de monas muertas.

Un apocalipsis que deja a las brutas como yo vagando sin rumbo y sin risas en el pantano de la opinión pública. Ay de mí.

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