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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

El año que viví sin lavavajillas

Un año llevo fregando con estropajo los resto de una vida

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El año que decidí vivir sin lavavajillas metí mi vida en una trituradora y la hice añicos. 

Tan minúsculos eran los trocitos que mis recuerdos, los buenos y los malos, se convirtieron en una arena fina de esa que todo lo impregna y que es imposible eliminar. Así que ahora me paso el día fregando platos y barriendo los restos de mi memoria. Una tarea titánica que no conseguirá incrementar mi factura de la luz pero que ha terminado por agotarme en el mismo momento en el que teóricamente debía empezar una nueva existencia. 

El centrifugado que nos ha procurado la pandemia de covid-19, nos ha dejado secas y con el alma encogida, como se quedan las toallas sin suavizante. Ásperas y con necesidad de que alguien nos sacuda fuerte para volver a recuperar la forma. 

Un virus me robó mi vida y el derecho a vivir en una mentira. Encerrarme entre cuatro paredes aspiró lo que hasta entonces me sostenía: los cimientos y el adorno que decoraba mi realidad, sin hacer distinciones, como hacen las aspiradoras cuando se llevan por delante la pelusa y los pendientes perdidos en una noche de pasión. 

Yo era una señora ocupada y con una vida social frívola que cualquiera enjuiciaría como innecesaria, pero vivir engañada debería ser obligatorio. Que yo sepa no hay psicoterapia que gane a la paz que procura creerse dueña de la vida perfecta.

Lo peor de descubrir el engaño no es la revelación en sí misma. Eso es hasta soportable. Lo peor es escuchar y leer al otro lado del universo de pantallas que tengo alrededor a los apóstoles de la introspección. Escúchese a usted misma. Aproveche este tiempo al ralentí para reinventarse. Váyase usted a la mierda y de camino que va, pida cita al psicólogo.

La pandemia ha deteriorado la salud mental de la población en unos niveles preocupantes. Lo dice el Centro de Investigaciones Sociológicas y lo vocean los profesionales del sector. Yo me limito a dar fe como la notaria que nunca fui. Por eso me van a permitir que lo haga en términos menos ortodoxos. 

Señoras y señores, esta semana me vacunan y he llegado a ese momento literalmente hecha unas bragas. Estoy agotada. Exhausta de tratar de mantener las formas, de hacerme la dura, de ser doña Perfecta, de usar la arena de mis recuerdos para levantar castillos que las olas irremediablemente derriban al instante. No hay filtro de Instagram que oculte la pena de la pérdida ni nevera que congele el pasado para dejarlo intacto en el cajón donde agoniza la bolsa de hielo que compré el último día que di una fiesta.

Sólo me queda el remedio de planchar mi sonrisa y elevarla por encima de la mascarilla para que quien me quiera pase por alto los churretones de una vida sin lavavajillas. 

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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