Enamorarse
Hay personas que detestamos las rutas, los coches, el polvo del camino, los camioneros en ejercicio, el olor a frito en el desayuno, el feminismo sutil, las jarras de cerveza, las mujeres en proceso de “desinhibición”, los hombres “mister entrepierna”, los malos hoteles, los maridos, bailar con desconocidos, bailar a secas, los disparos, los anuncios de hamburguesas, las dentaduras demasiado blancas, la desfachatez, las verdades por delante, las caras por detrás, la huida sin explicaciones, la “toma de posturas”, los precipicios y la muerte. Thelma y Louise es un poco de todo esto, pero no por ello, nadie (ni los que lo detestamos), dejará de pensar que es una de las películas más hermosas que se haya visto desde que ensancharon las pantallas y alargaron el precio de la entrada.
Uno se enamora de Thelma y de Louise más o menos a los dos minutos de conocerlas. Entonces, son dos mujeres a punto de darles una patada a las columnas huecas que apuntalan su existencia..., un fin de semana, solas, sin el mastuerzo del marido (que tiene la misma sensibilidad que un cazador de focas) y el escurridizo novio (algo más tratable después de haber comido, como los leones). Es el punto de partida que escoge Ridley Scott para recorrer el camino de la que quizá es su más grande película; y estamos hablando del hombre que ha hecho Los duelistas, Alien y Blade Runner, es decir, monumentos no adosados.
Thelma es torpe, entregada, coqueta, tristemente alegre, y tiene dos piernas para doblar la mirada, dos ojos para doblar las piernas y dos dedos de frente. La película avanza, el Thunderbird del 66 avanza, Thelma avanza. Louise es práctica, fuerte, audaz y romántica, y también tiene en número de dos sus más maravillosas y aparentes cualidades. Tira de Thelma y tira de uno hacia ese lugar en el que no tienen sitio las cochambres de la vida, lo feo, la mentira, su justificación, lo innecesario, aquello que se va comiendo sin que te enteres lo esencial de los días, que no es nunca esa bola de sebo y esos ojos de sapo con que suele mirarle a uno los aconteceres si no se tiene el valor y la sinceridad de atajarlos.
Thelma y Louise es lo que se suele llamar una “road movie”, es decir, una película de carretera, de viaje, donde los protagonistas atraviesan por un paisaje, por unos acontecimientos y por una forma de ser. El paisaje es húmedo y febril en interiores y reseco e inabarcable en exteriores. Los acontecimientos y la forma de ser de las dos mujeres se dejan influir por ello y también quedan a la vista como rojos por dentro y amarillo ajado por fuera. En esencia, la historia de Ridley Scott es un drama, una encerrona del destino, la crónica de cómo una mujer (o dos, o todas), sólo puede encontrar el verdadero norte si pierde antes la brújula. Ése es el detonador de la bomba de Thelma y Louise que la coloca en el lugar del corazón donde se colocan las porcelanas, y las vuelca en mil pedazos, yéndose a alojar uno, diminuto, en el fondillo del ojo que, con el frotar de las imágenes de Scott, acaba haciendo aguas en un final magistral.
En Thelma y Louise todo es perfecto, todo concuerda, lo que dice, cómo lo dice, lo que sugiere, lo que oculta. Todo tiene su razón de ser y estar, desde la estética de spot americano de hamburguesas a la ética de carne picada en algunos de sus personajes, en general masculinos. Pero, de todo, lo mejor son ellas, Geena Davis y Susan Sarandon. Aparte, naturalmente, de cómo llevan sus pantalones vaqueros, está cómo llevan sus personajes y hasta dónde llevan su idea repentina. Quizá sea cosa de encantamiento, pero hay tramos en la película en la que a uno le parece que toda la verdad de la vida se encuentra en esos dos hoyuelos que se le forman a Geena Davis cuando le alumbra la sonrisa; o en esa última mirada de Susan Sarandon cuando deciden meter la primera y la última a sus Thunderbird.
Lo último que le falta a la película, en realidad, es un detalle sin importancia, y que cada espectador dará con él muy en su interior. Ese detalle es una pequeña palabra en el título: Thelma, Louise y yo.
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