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Romeo y Julieta despiertan... y no abrazan la frágil y bella vejez

Ana Belén, la Julieta de este sábado en el Gran Teatro

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Debo confesar que fui al teatro sin muchas expectativas. La mayoría de las críticas que había leído de la obra no auguraban una noche de disfrute. Incluso amigos muy queridos, que ya la habían visto en otras ciudades, me habían insistido en lo fallido de la propuesta. No esperaba pues mucho de la relectura del clásico que fue una idea de José Luis Gómez, a la que ha puesto texto E.L. Petschinka y que ha dirigido Rafael Sánchez. 

No obstante, el que Ana Belén estuviera al frente del reparto, siendo parte como es de mi biografía sentimental, era para mí argumento más que suficiente, como me imagino que lo era para buena parte del público que anoche llenó el Gran Teatro de Córdoba. En una de esas ocasiones donde ese espacio acaba siendo como un útero que nos acoge, mucho más cuando afuera solo hay el ruido ensordecedor de la feria en que ha acabado convertida la Navidad. Lo más opuesto, ahora que lo pienso, a la belleza que sigue esparciendo por las ciudades la niña de la calle del Oso.

El punto de partida de la obra habría dado para mucho más de lo que vemos en el escenario. La idea de que los dos amantes de Verona vuelvan a la vida años después, cuando ya son un viejo y una vieja, sin que importe si han pasado 50 o 500 años, podría haber dado lugar a una necesaria mirada no solo sobre el paso del tiempo sino sobre cómo nos enfrentamos hoy a esa etapa de la vida que genera tantos fantasmas y tantas melancolías. Todo ello en un mundo en el que cada vez vivimos más años, en el que asistimos a un progresivo envejecimiento de la población, pero en el que siguen siendo dominantes los valores que asociamos con la juventud y el esplendor físico. Una carga que se vuelva mucho más contundente para las mujeres, tan marcada todavía por la “ley del agrado” y ahora, además, condicionadas por el valor que les otorga su capital erótico.

El edadismo, que como el sexismo es una de esas corrientes estructurales que condiciona nuestra mirada hacia los otros pero también sobre nosotros mismos, vuelve invisibles los cuerpos, los deseos y las expectativas de quienes nos limitamos a contemplar en el tiempo de descuento. Como si la edad avanzada fuera un espacio reservado a las dependencias, los dolores y la melancolía. Algo que muy especialmente las gerontólogas feministas, con mi querida Anna Freixas a la cabeza, tratan de desmontar, y cuya mirada no le habría venido nada mal al autor de una obra que solo al final, y de manera muy breve, parece detenerse en esa encrucijada. En este sentido, habría sido deseable que Julieta se hubiera leído el “Yo, vieja” de la Freixas y hubiera enviado al pesado de Romeo a hacer puñetas.

Sin embargo, la obra no tira de ese hilo y no hace sino reproducir, de otra manera, la eterna historia que tan bien contara Shakespeare. De hecho, los textos más bellos que dicen los intérpretes son los que proceden del texto original, el cual Petschinka ha convertido en una especie de rompecabezas, de juego escénico en el que con frecuencia se mezclan demasiadas piezas y tonos, que hace que no siempre el espectador tenga muy claro qué se le está contando y, sobre todo, qué añade esta propuesta a la original. Entre los aciertos del montaje está la sugerente y móvil iluminación, así como la música en directo que se convierte en un personaje más, dos elementos que permiten que nos situemos en un espacio atemporal y en el que se nos está invitando a jugar.

El problema es que no siempre la dirección maneja bien los movimientos, las transiciones y la potencialidad de unos ingredientes que pareciera que no han sido cocinados a fuego lento, sino más bien solo ligeramente calentados en un microondas. Sobran, a mi parecer, las concesiones a un público al que en ocasiones se le trata como un menor de edad y, en este sentido, restan más que suman los momentos “metateatrales” que tanto favorecen a que, por ejemplo, veamos más a la Ana estrella que a la Ana Julieta.

La propuesta habría naufragado del todo si no fuera por cómo la sostienen los y las intérpretes, entre los que sobresale un José Luis Torrijos que, con su voz poderosa, es capaz de desdoblarse en varios personajes y hacerlos todos creíbles. Jesús Noguero hace lo que puede con un Romeo desmemoriado, muy frágilmente construido y que no siempre nos transmite ese túnel sin salida que es la pérdida de memoria. Al actor se le nota el oficio pero solo se luce en algunos momentos, como por ejemplo en el que nos cuenta su experiencia circense y nos explica cómo el amor acaba siendo vivir en un trapecio, andar siempre en la cuerda floja, desear a la persona amada y no siempre alcanzarla. Una suerte de precipicio en el que sin embargo merece la pena vivir, y en el que me temo los hombres, muchas veces los hombres, acabamos haciendo el payaso.

Y, claro, Ana Belén. La que ya interpretara a Julieta con 21 años en uno de esos Estudios 1 que son arqueología y refugio de melancólicos, vuelve a demostrarnos cuánto atesora la discípula de Layton y Narros. Una actriz que cuando mejor está es cuando hay un director, o una directora – recuerdo su Kathie urdida por Magüi Mira -, que le hace saltar en el vacío, obligándola a abandonar su zona de confort. Es indudable que solo ella, que tiene ya más de 70 y que sin embargo pareciera que en su cuerpo habita un manantial que no cesa, podría encarnar a una vieja que sigue siendo joven, a una anciana que tiene en los labios el temblor cándido de la adolescencia, a una hija rebelde que no se reconoce en el espejo que le devuelve arrugas y flacidez. Es ella la que sostiene, como si fuera la red que miran desde arriba los trapecistas, todo el edificio.

Con su voz cantarina, con su manera pluscuamperfecta de dar aliento a las palabras, con su cuerpo frágil que a ratos se vuelve poderoso, Ana vuelve a demostrar que su lugar es el escenario. Que es justo ahí, ya sea cantando un bolero, o siendo la heroína a medias en una historia de héroes con espada, o haciendo de la cripta un lecho de enredaderas, donde multiplica su tamaño y hace que el público, una vez más, termine adorándola. Y tal vez no entendiendo, como fue mi caso, que no hubiera hecho de la Julieta romanticona, y algo niñata, una vieja capaz de dar un zapatazo y  ponerse el mundo por montera. Sin necesidad de morir por amor. Sin el peso insostenible de lo no vivido. Sin esperar a que Romeo vuelva a ser el caballero que fue. Con la alegría siempre de desear, amar y soñar incluso cuando el espejo nos muestra nuestra fragilidad. La bella fragilidad que es la que desnudamos cuando ponemos nuestra mirada en otro. En ese instante en el que, incluso con la espalda torva y los huesos a punto de romperse, sentimos como si nos brotaran alas en el pecho. Esas que deberían haberle brotado a la vieja Julieta para escapar de la tonta adolescente que fue.

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