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Fiesta, sacrificio, merengue y terror

La Fiesta del Chivo

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¿Qué ocurre cuando una personalidad, de una egolatría atroz, se hace con el poder de una de las “joyas” del Caribe? Pues a eso no solo nos ha contestado la misma Historia del siglo XX a través de la figura del dictador Rafael Trujillo, sino que además el Premio Nobel, Vargas Llosa, trata de desgranar la respuesta a través de unas de sus obras cumbre La fiesta del Chivo.

No, no lo tuvo nada fácil Natalio Grueso al adaptar esta novela, del Nobel peruano, de más de quinientas páginas ya que no estaba ideada para la escena y encima debía encorsetar en cien minutos atendiendo a la demanda del mercado escénico.

La fórmula que decide Grueso es esquematizar la pieza en dos líneas de tiempo, que al finalizar la obra convergen. Por un lado asistimos a la narración de Urania Cabral (Lucia Quintana), personaje ficticio con el que Vargas Llosa da voz a las mujeres que sufrieron los atropellos de la dictadura trujillana. Y por otro lado, observamos la sucesión de grandes “hitos” de la truculenta mente de Rafael Trujillo (Juan Echanove) y que Grueso ha sabido solventar de forma más que notable.

No sucede así con la puesta en escena del Caballero de la Artes y de las Letras, Carlos Saura que en esta propuesta como director -además de diseñar la escenografía, vestuario y videoescena- sorprende con esa pobre suerte de extraños dibujos, -con el respeto que profeso al autor de obras para la pantalla como Ay, Carmela, La Caza o Cría cuervos...- Dibujos como digo que parecen bocetos mal escogidos de internet para resolver mal y pronto, quedándose, pues, muy lejos de esas escenografías minimalistas que quedaron en nuestra retina de películas como Flamenco o Bodas de Sangre

La música la firman Alfonso Aguilar y Carlos Rivera, con ritmos latinos, en contraste fatal de los actos escabrosos que se suceden en escena.

Por su parte, Felipe Ramos, con su iluminación, nos lleva de unos escenarios a otros con una bruma, muy sutil, contorneando una mezcla de cálidos y frios en contraste. Y con el uso recurrente de iluminación lateral con el uso de calles -algo no muy común en este tipo de teatro- haciendo especial énfasis en los monólogos de Urania.

Todo lo que soy se lo debo a la disciplina” (También a la corrupción y al miedo)

Es la voz de Juan Echanove encarnando a Rafael Trujillo, lo que escuchamos tras ver una sucesión de imágenes de recortes de periódicos, en una pantalla, que ocupa la mitad de la escena. Al otro lado -del tiempo- descubrimos a Urania Cabral hija de Fermín “Cerebrito” Cabral (Gabriel Garbisu) en un presente narrado, y recordado, en el cual muestra total inquina, a su padre desvalido en una silla de ruedas que no puede contestar, debido a una enfermedad, y que simboliza lo sucedido a tantas personas durante la dictadura.

Siguiendo con la trama, en el otro lado del tiempo, observamos como la camarilla del círculo cercano a Trujillo viven contagiados por el miedo, iba a decir también por el respeto, pero no, solo hay miedo y más miedo. No hay otra cosa que no pueda influir más en sus acólitos cercanos que ese temor de no conseguir el agradado de su excelencia. Pero, la narración, no solo hace acopio de la fechorías del dictador, también nos ofrece el lado más “humano” al mostrarnos -a modo de soliloquios- la aversión hacía su familia -la cual la considera una inepta- en especial a su mujer a la cual la considera verdaderamente estúpida a la par que, mientras que observamos como pierde el control de su vejiga por sus problemas de próstata. 

Pero ninguna debilidad, ni victimismo muestra de puertas para fuera, al contrario, asistimos a un muestrario de “menudeces” que engloban la figura del dictador centro-americano, como por ejemplo, gastarse la mitad del presupuesto anual de la nación para la celebración del centenario de la patria exaltando su figura, claro está, como el GRAN PADRE de la Nación, quedando la otra mitad para gasto militar en exclusiva o el discurso de “Trujillo es Dios” escrito con el máximo frenesí de servilismo por Balaguer (David Pinilla) donde se compara las hazañas del dictador con las del Dios creador y que, por supuesto, pide que todos los niños de la patria se estudien o el momento en el que alardea de haber matado a veintemil haitianos a machetazos, no para ahorrar munición si no como símbolo de su poder o el “derecho de pernada” del cual hizo uso acostándose con las chicas más bellas de la isla y aun así, las cuales, deberían de estar agradecidas por ello.

Tras casi una hora del “desfile de hazañas” del militar que en su día dejaron los norteamericanos al mando de la Guardia Nacional que ellos mismos crearon, la trama comienza a plantearse. El padre de Urania, Fermín Cabral, ha sido acusado por la prensa, del dictador, esto es, acusado por el mismo dedo del dictador, de traicionar a Trujillo.

Es entonces cuando el texto, del Nobel peruano, adquiere un tono kafkiano y asistimos a las entrañas del régimen de la mano Jhonny Abbes (Eugenio Villota) -Jefe del Servicio de Inteligencia Militar- el que se dedica a hacerle “el trabajo sucio” al régimen. Por otro lado Manuel Alfonso (Eduardo Velasco), lapa que absorbe y maneja a modo de veleta el aire que más le interesa.

Presenciamos pues La fiesta del Chivo apelativo que acuñó el dictador dominicano por su conocido apetito sexual y en especial por las chicas jóvenes.

La obra es por tanto un alegato contra la barbarie de la que es muy capaz el ser humano, que a través de figuras de terror como Trujillo, o Franco (al cual el mismo dominicano cita en la obra como un ejemplo a seguir), acaecieron, como todos sabemos en tantas dictaduras a lo largo y ancho del planeta. Un esperpento del humano que en el siglo XX encuentra su máxima expresión por la Historia que ya conocemos y que parece que estamos olvidando con el auge de los nuevos fascismos, los cuales, ya han abandonado los galones militares por trajes y corbatas pero que intuyen la misma ponzoña humana en su interior.

Por otro lado es un homenaje a las tantas mujeres que sufrieron las vejaciones del patriarcado utilizadas como moneda de cambio por y para los intereses de “la familia”.

Señalar que la obra descansa sobre unas interpretaciones de gran peso con una Lucía Quintana, que expone una interpretación equilibrada, sin caer en excesos de dramatismo, ya que el texto, de por si, habla solo, con las palabras de Vargas Llosa dando voz a la víctimas del trujillismo y dejándonos con un nudo en la garganta.

Y que decir del multi-galardonado Juan Echanove, al cual no le hace falta presentación, y que a través de esta humilde crónica se podría visualizar esos toscos movimientos de voz y cuerpo que encarnan el monstruo de Trujillo, su babosos y repugnantes alaridos de voz profunda que exhala la bilis del dictador dominicano y que infunden gran temor tanto en los acólitos que le acompañan en escena como en el patio de butacas con su simple presencia.

Destacar también el papel de Gabriel Garbisu en el papel de Fermín Cabral, que nos lleva al laberíntico Joseph K de Kafka que nada entiende, que nada comprende de esta persecución tras treinta años de devoto servicio a las deliberaciones de Trujillo.

En definitiva una obra necesaria en estos días para hacer memoria y advertir de lo que puede suceder si el fanatismo más inhumano se impone en el poder, por muchas soluciones o esperanzas, a priori que puedan prometer lobos disfrazados de corderos, o como en este caso, de chivos.

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