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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Tener miedo o vivir 'cagao'

Cabria Linares

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Durante unos años tuve la oportunidad de trabajar mucho en Linares, la localidad que una tasa de 32.5% tiene el dudoso honor de ser la ciudad de España con el mayor índice de paro. Desde hace años Linares vive sumida en una depresión económica y social recordando sus tiempos de gloria, lo que fue y ya no es, una sensación que está en la calle y en cada conversación con uno de sus vecinos.

Y eso que en el siglo XIX, gracias a la pujanza del carbón, la localidad jiennense vivió una edad dorada siendo la primera ciudad de España que tuvo alumbrado público, en unos años en los que su metal cotizaba en la bolsa de Londres, había casinos, cines, ferrocarril, delegación del Banco de España, más de 50 publicaciones, las primeras ondas de radio y delegaciones diplomáticas de Francia, Alemania, Bélgica y Gran Bretaña. Todo eso fue decayendo hasta que en 1991 cerró la última mina. Fue el principio del fin.

A Linares todavía le quedaba una bala: Santana. La histórica fábrica de automóviles era el otro sostén económico de la ciudad, pero apenas tres años después, en 1994, empezó a sonar el rumor del desmantelamiento de la empresa, que culminó en el cierre definitivo de 2011. Y desde entonces, nada. De hecho, cada vez que alguien trata de explicarte el motivo de la situación actual del pueblo, raro es que la conversación no empiece por “desde que cerraron las minas” o “cuando cerraron la Santana”. Ya… el problema es que de eso hace 30 años.

Un día le conté esta historia a un amigo y me dijo que eso era poco comparado con lo que pasa en Perú, donde hoy te siguen explicando la pobreza del país echándole la culpa a los españoles que se llevaron el oro hace cinco siglos. Sólo es cuestión de echar la vista atrás hasta que encuentras un culpable a quien responsabilizar de tu situación.

Porque no me cabe duda de que esos sucesos, en su momento, fueron traumáticos y afectaron no sólo a personas individuales, sino a poblaciones enteras que como grupos humanos se sintieron heridos y consternados. En esos días, en ese tramo de tiempo necesario para aceptar el golpe, esas personas pudieron sentir miedo, enfado, ira, abandono, angustia, hartazgo… y todo es natural, porque tuvo un impacto directo en sus vidas. Lo que no tiene sentido es que hoy siga siendo la explicación recurrente para explicar lo que pasa años e incluso décadas después. Eso ya no cuela.

Esa es la diferencia entre una emoción y un estado emocional. A menudo me pregunta (y pregunto en mis formaciones) qué es una emoción. La mayoría de respuestas buscan un lado sentimental, algunas incluso afectivo, personal, cercano a lo romántico. Seguramente ninguna de ellas está mal, aunque la definición más o menos aceptada es mucho más fría y aséptica. Una emoción no deja de ser la respuesta bioquímica y fisiológica que nuestro cuerpo experimenta ante un estímulo externo, ante los que estamos bombardeados a lo largo del día. Por tanto, una emoción es algo puntual, inmediato, natural, instintivo y humano, por lo que muchos expertos señalan que no se puede gestionar (pues sucede, y ya está), pero sí regular de forma que esa respuesta esté lo más alineada posible con nuestros objetivos.

Es cierto que la toma de decisiones permanentes bajo una emoción pasajera puede traernos muchos problemas, tanto a corto como a medio plazo. Pero lo que realmente afecta a nuestras vidas en el largo plazo no son esas emociones puntuales y que (por muy dolorosas o fuertes que sean) acabarán pasando y dando paso a otra. Lo que nos afecta en el tiempo son los estados emocionales, que son emociones sostenidas en el tiempo en base a una interpretación que hacemos del resultado. Probablemente, cuando en Linares cerraron la última mina, el pueblo se hundió en una sensación de “hasta aquí hemos llegado”, algo que se instaló en las conversaciones y en la memoria colectiva, pasando de generación en generación, hasta para los que no lo vivieron en primera persona. Esa tristeza inicial del momento, el primer impacto, se ha convertido en una depresión a largo plazo, en una apatía que desafortunadamente sigue teniendo sus efectos tres décadas después.

Lo viví en primera persona cuando en mi trabajo hicieron un durísimo ERE hace 10 años. Hoy, la mayoría de esos compañeros que se fueron llorando, tristes y sumidos en un mar de incertidumbre están mucho mejor que entonces, porque ante la amenaza del paro han desarrollado sus carreras, incluso con nuevas competencias que los hacen mejores profesionales, más versátiles y con mucha más experiencia. Pero también hay otros que una década después siguen llorando por las esquinas y lamentando ese día en que una decisión más o menos arbitraria los dejó en la calle.

A unos y otros podría hacerles un montón de preguntas: ¿Qué hiciste a partir de entonces? ¿Cómo fue tu conversación? ¿De qué y con quién empezaste a hablar? ¿Buscaste cómplices de tu situación y aliados que te ayudaran a salir de ella? ¿Cuánto tiempo necesitas para superarlo? ¿Cómo fueron tus hábitos? ¿Cuánto ejercicio hacías? ¿Cómo cuidaste de tus relaciones? ¿De quién te rodeaste? ¿En qué pensabas? ¿Cómo fue tu humor? Y así podríamos seguir hasta explicar en un pequeño tratado qué hicieron los que superaron esa situación y, por el contrario, que perfecta estrategia de desastre armaron los que siguen sin superarla.

Como verás, en todos esos casos el resultado final no depende la emoción inicial, primigenia, sino del desarrollo en el tiempo de un estado emocional duradero y persistente que es el que explica el éxito o el fracaso. Dicho de otra forma, una cosa es tener miedo (algo completamente natural y lógico en algunas situaciones) y otra vivir con miedo, ser un cagao permanente, lo que afectará no sólo a tus decisiones a corto plazo, sino también a medio y largo, explicando así buena parte de tus resultados. Puedes estar triste como respuesta ante algo que te ha acontecido, y todo el mundo lo entenderá. Lo que pocos podrán entender es que te aferres a esa tristeza de por vida y pases a ser un triste, ese tipo de personaje amargado y con ganas de joderle la vida a la gente que tú y yo conocemos y del que queremos huir como de la peste.

Porque lo que pasó, lo que te sucedió, incluso lo que fuiste en su momento, fue fruto de las circunstancias de ese instante. No tiene por qué volver a pasar ni tiene que condicionarte en una dirección unívoca. Pero eso ya es cosa tuya.

“El miedo es una emoción, pero la cobardía es un comportamiento. Entre ambas se encuentra la capacidad del ser humano de elegir ser valiente, su auténtica naturaleza”

         José Antonio Marina (filósofo)

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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