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El hartazgo

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José Carlos León

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Hartazgo, hastío, apatía, cansancio, rabia, enfado… ¿Llevas meses experimentando esa sensación? ¿Se ha agudizado en las últimas semanas? Tranquilo, no eres el único. Yo también estoy así, harto de todo lo que estamos viviendo, y no tengo una solución ni una receta mágica para quitarte la sensación de golpe. Como tú, soy uno de esos españolitos agotados por el monotema que lleva un año instalado en nuestras vidas y que amenaza con quedarse para algún tiempo. Si quieres que te diga la verdad, cada semana trato de escribir algo que se salga de la dura rutina que nos ha tocado vivir, pero hoy no se me ocurre nada ni tampoco tengo ganas. Así que si me lo permites, en un ejercicio casi de catarsis personal que aquí hago colectiva, voy a compartir algunos de mis pensamientos.

Estoy harto de exigirme respuestas a mi propia gestión emocional, de obligarme a sacarle el lado positivo a la pandemia o de integrar algo de lo que está pasando en mi experiencia vital. Estoy harto y hasta los huevos.

Estoy harto de todo esto, de un año anómalo y distópico. Estoy harto de la irresponsabilidad del gobierno, pero también de la sociedad y de la individual. Estoy harto de que nadie asuma su cuota de responsabilidad y tome las medidas necesarias, por impopulares y jodidas que sean.

Estoy harto de las noticias, de la mentira y de la manipulación. Estoy impactado por la falta de humanidad que se esconden tras los números, tras más de 80.000 muertos y dos millones de contagiados. ¡Son personas, no cifras!

Estoy harto de las cortinas de humo, del asalto al capitolio y de la ola de frío que durante un par de días esconden tras los titulares el hecho de que siga muriendo gente, que sigan cerrando empresas y muchos lo estén pasando mal. Estoy harto de la nieve en Madrid y me jode que ni siquiera haya caído aquí un puto copo para que tengamos algo de lo que hablar.

Estoy harto de que cada dos semanas nos cambien las medidas y las restricciones, que al final no dejan de ser las mismas con matices. Estoy cansado de esperar si nos vuelven a encerrar o no, pero estoy aún más agotado de escuchar a Illa (la entrevista de ayer en El País debería quedar en el archivo de la infamia) y Simón, dos personajes que en cualquier otro país menos anestesiado e ideologizado que el nuestro serían escarmentados en plaza pública, usados para asustar a los niños y demonizados en la cultura colectiva para los restos.

Estoy indignado con la desaparición de Pedro Sánchez, pero también con la complicidad y pasotismo de una población a la que le da igual que les gobierne un tío que dijo “hemos vencido al virus” (10 de junio) o “ahora tenemos que salir a la calle, sin miedo, a recuperar la economía” (4 de julio). Es el mismo que se ha quitado de en medio mientras seguimos cayendo como chinches, echándole el marrón a las autonomías y gobernando a golpe de bandazo progre. Que a nadie se le olvide.

Dice José Ramón Ubieto, de la Universidad Oberta de Cataluña, que ya no sólo estamos sufriendo el impacto directo de la pandemia, “sino una gran decepción por las expectativas” creadas y no cumplidas, así como “unas directrices confusas y contradictorias que provocan no sólo tristeza, sino también rabia y fatiga”. Por eso ya no nos creemos nada, porque no vemos una salida, porque tres semanas después de su llegada hemos comprobado que la vacuna no era la panacea inmediata que nos habíamos imaginado y que todo sigue igual, o peor.

La pésima gestión de la expectativa ha afectado a la imposibilidad de mantener un sacrificio constante sin fecha de vencimiento, porque sencillamente no le vemos sentido. Para sostener la motivación a largo plazo necesitamos el estímulo de los resultados día a día. Bioquímicamente, esa gasolina cotidiana nos la aporta la dopamina, la llamada hormona de la recompensa que nos anima a seguir adelante porque nos recarga diariamente con la motivación necesaria para seguir. ¿Y sabes cuál es el resultado bioquímico de un organismo sin dopamina? La depresión. Por eso cuando el cuerpo no recibe su dosis diaria de dopamina nos quedamos sin fuerzas para sostener el esfuerzo continuo, el compromiso común, las palmas a las ocho o el “juntos lo conseguiremos”. Hemos cambiado e incluso sacrificado nuestras vidas y no está sirviendo para nada. Por eso estamos hartos. Y es normal.

Ubieto incide en que “los sacrificios se hacen porque vendrán las recompensas”, algo en lo que son expertas las religiones. Tras este valle de lágrimas iremos al cielo o al Valhalla, pero ahora mismo estamos lejos de la Tierra Prometida, por lo que nos sentimos decepcionados, engañados e incluso estafados. Y todo eso hace que nos hartemos, que lleguemos a ver la pandemia como algo normal y le perdamos el respeto, pero también la percepción del riesgo. Es lo que la OMS llama “fatiga pandémica”, y hoy me la dado de lleno. Espero que se me quite para la semana que viene.

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