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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

El dolor

Escultura en una tumba del Cementerio Monumental de Milán.

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Este fin de semana me ha tocado ir al tanatorio, ese sitio donde nunca queremos encontrarnos con nadie pero en el que antes o después tenemos que ir a despedir o consolar a alguien. Y esta vez me tocó de cerca.

Dicen que la diferencia entre los 30 y los 40 es que en una década dejas de ir a las bodas de tus amigos para ir a los funerales de sus padres. Así que por una mera cuestión de edad me ha tocado ir en los últimos años muchas más veces de las que quisiera. Y cada vez que tengo que volver me acuerdo de lo difícil que es ir sin molestar, sin decir una palabra más de la debida ni menos de la necesaria.

Nadie está preparado para enfrentarse a la muerte. Ni para afrontar la propia, ni para asumir la cercana ni para consolar al prójimo, y eso cobra toda su expresión en un velatorio, uno de los lugares más duros e incómodos en los que puedes estar y, además, en los que es más fácil hacer el ridículo.

En un entierro las únicas personas importantes son la madre, la viuda y los hijos. Todos los demás sobramos, aunque vamos a dar muestras de nuestras condolencias. El problema es que no tenemos ni puta idea de cómo hacerlo. Las restricciones del Covid han hecho que el espectáculo sea algo más comedido, pero mis visitas al tanatorio guardan muchos recuerdos de conversaciones absurdas, de chistes, de risotadas y amontonamiento de personas más o menos conocidas alrededor de una familia rota de dolor que lo último que quiere en ese momento es ver una feria alrededor de su ser querido. A algunos de esos saraos sólo les faltan unos cartoncitos de Los Bingueros o el buffet libre de las películas americanas. Menos mal que ahora sólo dejan entrar a 10 personas…

El escenario es además el contexto ideal para todo el catálogo de frases recurrentes, seguramente desde la mejor intención, pero con un nulo sentido de la empatía ni conexión con quien sufre. “No llores más”, “Tienes que ser fuerte”, “Esto lo superarás” o “Verás como ya mismo rehaces tu vida” son algunos de los hits que se escuchan en cualquier velatorio que se precie, en una mezcla de buena voluntad y ese cuñadismo tan español, ese deseo de ir dando consejos que nadie ha pedido y solucionarle la vida a la gente, incluso cuando no deseen que nadie lo haga.

Antes o después, en nuestras formaciones de Inteligencia Emocional siempre sale el tema del duelo. Es bastante sencillo de entender: o ya lo hemos pasado o terminaremos pasando. De ahí no se escapa nadie. Y ese es el reino de la tristeza, una de las emociones básicas, necesarias y humanas que necesitamos experimentar en un momento dado y por la que antes o después todos vamos a transitar.

La tristeza es la emoción de la pérdida, y la Naturaleza nos ha dotado de ella para pasar ese trago, disminuyendo los niveles de noradrenalina, serotonina, triptófano o dopamina. Puede que no sea una emoción agradable, pero la vida nos ha enseñado que es necesaria. Sencillamente, para pasar el trance de una pérdida significativa no los necesitamos, porque quizás lo único que nos hace falta es llorar, encerrarnos en nosotros mismos, sentir la ausencia y, si acaso, sentirnos acompañados, utilizando nuestro dolor como reclamo para el pegamento social. Todo lo demás nos sobra.

En 2015, un estudio de la Universidad de Lovaina (Bélgica) demostró que todas las emociones no tienen el mismo impacto ni duran lo mismo, pues dependen de la importancia y el significado que le confiramos a los acontecimientos que las generaron, al estímulo inicial, al fin y al cabo. De entre todas las analizadas, el récord se lo llevó la tristeza, que puede sostenerse durante 120 horas. Eso son cinco días hechos polvo, casi una semana dándole vueltas a la cabeza, mezclando la pena del presente con la incertidumbre del futuro. El recuerdo de lo que fue se mezcla con ideas catastrofistas sobre lo que puede ser, augurios nefastos que se nos meten en la cabeza y que hacen que el miedo a lo desconocido se alíe con la tristeza en un cóctel que nos deja jodidos unos cuantos días.

Y pese a todo, se superará, pero necesita su tiempo, y cada uno maneja sus plazos. Lo que no podemos hacer es pelearnos con la emoción por indeseable que sea. Cuando la estamos experimentando es por algo, y tenemos que entender que está jugando su papel en un momento muy duro. Lo importante, lo emocionalmente inteligente, es aprender a gestionarla y saber cuándo ha terminado de jugar su rol, cuándo ha llegado el momento de agradecer los servicios prestados y, ahora sí, pasar página.

Y pese a todo, por mucho que lo sepamos, tenemos el deseo de ayudar, de apoyar, de hacer o decir algo que consuele a la persona que está sufriendo. ¿Qué podemos hacer entonces? Acompañar, que no es poco. San Juan Bosco hablaba de la importancia de la presencia, sin estridencias ni alharacas, simplemente de la callada muestra de estar ahí para cuando te necesiten. La cuestión es que ese momento no lo eliges tú, que eres sólo el apoyo silente, sino la persona que requiere el consuelo. Sólo con que ella sepa que cuando lo necesite estás a su lado estaremos jugando un papel mucho más importante que el de cualquier ejército de plañideras de llanto en grito y golpes en el pecho.

Y si mientras tienes que llorar, llora. 

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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