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Piscina

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Antonio Agredano

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Desde que voy a ser padre, me ha dado por observar a los hijos de los demás. Analizo cómo juegan, cómo se relacionan con otros niños y cómo reclaman la atención de sus padres. Es aterrador. Son ingobernables. Aún así, en su zigzagueante existencia, encuentro una paz temblorosa, una mercromina espiritual. Nunca me ha molestado el juego de los niños, sus gritos, sus narraciones excesivas, su entusiasmo infatigable. La infancia es una patria sin fronteras, como deberían ser todas las patrias. Líquidas. Compartidas. Ellos van de un lado a otro portando su carga, porque es liviana. Flotan ingenuamente en una vida aún no revelada. Llegará la oscuridad y la prisa, el Idealista y Mutua Madrileña, Endesa y Carrefour, elecciones municipales, reunión de la comunidad, Guarderías Patín, gasolineras Repsol, Ikea, el seguro de los muertos… pero, mientras tanto, chapotean y compiten. Luchan blandamente. Payasean frente a las hamacas. Piden atención, comprensión, comida, chucherías y aplausos. Pisan el mundo convencidos y llenos. Con el corazón bombeando con fuerza. Ajenos a los días. Sin más cárcel que su propio cuerpo al sol. Son porque están.

En los adultos, a los que observo desde siempre por deformación literaria, encuentro más silencio pero menos calma. Una corriente subterránea, magmática y feroz. Ella se tumba sobre la hamaca y deja que la luz asole su cosecha. Él se alza los cuellos del polo, se apoya las gafas de sol en la calva reluciente y juguetea con el reloj, haciéndolo girar en torno a su muñeca. Ella lee un libro con desgana. Él mira con ostentoso disimulo a la joven que se ducha perezosa junto a la piscina. Ella lo sabe, pero le da igual. A él le da igual que ella lo sepa. En mi novela no se quieren, pero ahí siguen, juntos y a mil kilómetros. Sus hijos ensayan chilenas en el agua. La pequeña hace funambulismo en el bordillo empapado. Espaldas rojas. Un todoterreno negro, excesivo, en el parking. El futuro era esto. La habitación del apartamento impecable. Tacones a los pies de la cama, cervezas en la nevera. El mundo adulto siempre me ha resultado un espacio indescifrable. Como una partida de Scrabble que se abandona. Las arrugas son hermosas para quien está en paz consigo mismo, como los anillos en el tocón. La barriga inflada. La calva batracia. La piel desprendida. Nada importa tanto como el amor, pero a lo de dentro le dedicamos menos cuidado que a lo de fuera. Macetas espléndidas que cobijan flores secas. Hacerse mayor, el tobogán infinito. No quiero envejecer y sin embargo entiendo el camino, descifro su serpenteo y sus páramos, también sus embudos sinietros, la espesura. El miedo.

Volver la vista atrás, pescar en nuestra infancia, se ha convertido en una suerte de supervivencia. Señores con camisetas de Bola de Dragón. Señoras con orejitas de perro en el Snapchat. Tiritas en la memoria. Poco más nos queda, porque a aquella patria nunca volveremos. Ni siquiera a través de nuestros hijos. Hay una fractura entre lo que somos y lo que son. Un desfiladero intransitable. “Te vas a caer, princesa”, le dice. Él aflauta la voz cuando habla con su hija pequeña, el tono es meloso e impostado. Exagera las palabras y mira hacia su alrededor pensando que está despertando ternura entre los que asistimos a su teatral escena. Hago un esfuerzo por entenderlo, por empaparme con su relato. La niña sale corriendo sin mirar atrás. Busca a una amiga que lleva un aro rosa. El padre vuelve a la hamaca. Se sienta en el filo. Observa la piscina como un marinero observaría el abismo oceánico. La soledad es azul y tranquila.

Los que no creemos en nada, creemos ciegamente en el fútbol. Cuando todo lo importante se deshace y ya es imposible retenerlo entre las manos, nos abrazamos al fútbol para superar la pérdida. El fútbol es un puente a nuestros sentimientos más puros. Es tan artificial, tan indefendible, tan poderosamente inútil, que para mí se ha convertido en un remedo de aquellos días de la infancia. En el fútbol cabe el exceso, la gestualidad, la bravata, el error. El enfado pueril, el abrazo espontáneo, el orgullo de pertenecer a la pandilla. Todas esas cosas vetadas cuando los años nos sepultan bajo su intrascendencia. Gritar gol es un esqueleto para la vida.

Cuando Markovic marcó contra la Almería y nos alejó del descenso, alerté con mi alarido a todo el vecindario. Alcé los brazos como un niño en la piscina, como si hubiera ganado un torneo invisible. De un manotazo desaparecieron las facturas, los apuntes amontonados, las tareas pendientes, la niebla laboral que no nos abandona en todo el fin de semana. Desaparecieron las humedades, la avería en el coche, la lista de la compra, el dolor en la rodilla, la cita con el médico. Desapareció el mundo tal como es y volví al imprevisible reino de la infancia. Hay quien dice que el fútbol nos idiotiza, que por culpa de este deporte opiáceo olvidamos las cosas verdaderamente importantes, los problemas que acosan, y derriban, a nuestra sociedad. Que el fútbol es el consuelo de los derrotados, de los egoístas, de los tontos, que en su mecánica bruta hay un plan para idiotizarnos. Para mí, sin embargo, el fútbol es una suerte de reencuentro con lo que fui. Con lo que no quiero dejar de ser, pese al imbatible peso de los días.

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