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Miedo

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Antonio Agredano

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Escribió el poeta Ángel González: «Hay que ser muy valiente para vivir con miedo». Yo arrastro mi miedo con incomprensible orgullo. Un profundo temor a perder mi trabajo, a que mi cuerpo me devuelva todas las perrerías que le he hecho, miedo a que no me quieran, a que los recuerdos me atormenten, a que un latigazo eléctrico me saque de esta vida con los recados a medio terminar, o la saque a ella, que se quiebre su maravillosa existencia.

Miedo a no estar a la altura, a enmudecer ante un auditorio expectante, a escribir con «v» una palabra que va con «b», miedo a que mi hermana no pueda cumplir sus sueños, miedo a lo grande y miedo a lo pequeño. Un temor infantil a que mis padres envejezcan con dolor, a que no conozcan a sus nietos. Miedo a las llagas y a los padrastros, a los esguinces de rodilla, al árido reencuentro con los amores que ya se fueron, miedo a pasar por esta vida de puntillas y no pisando rotundamente como siempre pretendí, aunque se me estén yendo las fuerzas con los años y el peso ridículo e irrebatible del día a día arquee mi espalda. Miedo a todo. Miedo a vivir que es un miedo preñado de esperanza y valentía. Como decía el poeta, con esa fe valerosa en lo que viene y mi compromiso con el «brevísimo presente» del que hablaba Séneca. Con este susto metido en el cuerpo avanzo y desconfío del que se siente seguro en todo momento, al que no le tiemblan las piernas, ni la voz, ni le desborda el sudor cuando se asoma al abismo al que llamamos existencia.

Al Arcángel voy también con miedo. El fútbol es el menos predecible de los deportes. Desgracia y alegría son dos bailarinas que giran abrazadas, en la última pirueta sólo una sale despedida hasta caer despatarrada sobre el patio de butacas. Cuando el equipo de Luis Carrión perdió contra el Cádiz, sentí pánico por el descenso y una profunda tristeza, un contagio de impotencia, una pena como tinta de calamar ennegreciendo mi pecera. Ese pequeño resurgimiento tras la marcha de Oltra solo fue un espejismo y el equipo volvió a demostrar incapacidad, vulnerabilidad y deriva. Ni los «aún queda mucho», ni los «ya hemos tocado fondo» lograron aliviar el estropicio espiritual. Pero, de todo, lo que más me angustió fue encontrar en las redes una indescriptible laxitud en los aficionados. Naturalizando la derrota. Asumiendo cada traspiés como parte de una lógica siniestra unida al blanco y el verde. Como si ser del Córdoba fuera una suerte de estatismo de piedra, una cotidianidad endurecida, aséptica, insensible, el «bueno va» que decía mi abuelo. Esa sábana de conformismo con la que a veces amanece cubierta la ciudad de Córdoba. Como un sofá en un piso deshabitado. O un fantasma de tiempos mejores.

El miedo es movimiento. El instinto es supervivencia. La vida es aterradora, pero no más que la Segunda B. A nada le tengo más pavor que a las cloacas de nuestro fútbol. A ese pozo hediondo del que hace unos años escapamos. Que me perdonen los que allí moran, pero no quiero ni verlos. Un ataúd llamado Grupo IV. Jumilla, Mancha Real, Lorca, Linares, Cartagena, Marbella, Melilla. Una procesión de silencio por estadios fotografiados en sepia. Quizá Carlos González no tenga miedo. Él siempre está seguro de todo. Él siempre acierta. Es un hombre satisfecho con su trabajo, orgulloso, que no tiembla, que avanza altivamente entre la incredulidad de la afición. El Cádiz nos amortajó y fue aterrador. El Córdoba se deshizo ante un estadio lleno, lo intentó pero no pudo. Ni el empuje de Galán, ni las ganas de Rodri, pudieron sacarnos de una realidad que nos oprime y aplasta. Pasan las jornadas y nos vamos hundiendo como el caballo de Atreyu. A ver si el temor a no subir va a conducirnos al descenso.

Aspiro a vivir con miedo, a no perder nunca la incertidumbre de mis pasos, que cada vez que juegue el Córdoba nos tiemble todo por dentro. Gritar para espantar a las bestias. Qué larga se va a hacer esta temporada. Qué acto de valentía el carnet en el bolsillo y en el cuello, bien ceñida, la bufanda.

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