¡Adios pipi¡. ¿Pipi?
El refrán dice que los niños vienen con un pan debajo del brazo, pero… ¡qué va¡, lo que acaban trayendo antes o después a tu casa es un animal, por mucho que tú te opongas. ¿Quién puede decirle que no a un angelical niño que te repite más de mil veces al día “quiero un perrito, quiero un perrito,..... PE RRI TOOOOOO”?. Ante semejante martilleante insistencia acabas regalándoselo por no escucharlo más, cosa que no reconocerás jamás. La versión oficial es que las criaturas con los animalitos ganan en responsabilidad y mejoran su afectividad. ¡JA¡. ¿Responsabilidad?, un churumbel aún en fase de domesticación, de apenas unos años bastante tiene con controlar sus esfínteres. Y....¿llamamos afectividad a la forma que tienen por ejemplo de relacionarse con los perritos?. Si, me refiero a cuando los montan a caballito, les arrastran, cariñosamente, de la cola, le mordisquean las orejas, les cortan el pelo y les arrancan los bigotes. Llámenme exagerada, pero...¿ese perrito no se merece un poco de compasión?.
Los niños son extremadamente peligrosos para los animales, estoy segura de que en los medios de transporte estos van enjaulados para protegerlos ante la posible presencia de un niño. Antes de tener un animal los pequeños deberían superar un test de peligrosidad porque son tremendos, aburren hasta a los peces. No hay cosa más aburrida que un pez en una pecera. Dicen que relajan. Pues esa apreciación cambia si el pez convive con un churumbel que está continuamente causándole sobresaltos con los golpecitos que da en la pecera y cuando fija su carita en el cristal. El pez entra en estado de psicosis permanente y en lugar de desplazarse elegantemente por el agua, hace movimientos bruscos a un lado y a otro, alerta por un posible atentado infantil. Por no hablarles de la sobrealimentación a la que lo someten. Cualquier día me voy a despertar y en lugar de un pequeño pez naranja me voy a encontrar un pez espada.
Si hay una imagen que nos retrotrae a nuestra infancia es la de los pollitos de colores. Aves con un destino fatal, no solo por ser sometidos a la humillación cromática, sino porque suelen acabar en las manos de los más pequeños. Bien, esos pollos morían a las 24h de llegar a casa, por más pimienta que ingirieran en los fríos inviernos. ¿Por qué?, pues yo creo que, sencillamente, se suicidaban aguantando la respiración o esnifando la pintura de su plumaje. No aguantaban tanta presión. Me refiero a la que los críos ejercían sobre su cuello. ¡Qué pena¡.
Y los patos…la manía que tienen las criaturas con enseñarles a nadar. A nadar bajo el agua. Agarrados por el cuello. Una tragedia…Cuá-glup- cuá-glup- cu-á-a-a...
Otras grandes sufridoras son las tortugas, las cuales o son lanzadas al confundirlas con piedras o les saltan un ojo intentando sacar su huidiza cabeza del caparazón.
Los pajaritos tienen más suerte, no sólo porque estén aislados de sus manos inocentes por los barrotes de las jaulas, sino porque gracias a esas manos, también inquietas, pueden alcanzar fácilmente la ansiada libertad: ¡puertas abiertas¡. Acto seguido la criatura lanza mirando al cielo un “¡adios, pipi¡” y esperará a que vuelva. Esperará y esperará…¿pipi?, ¿no está?
Apiadémonos de los animales, y también de las madres y padres corresponsables, cuya vida con su criatura ya es lo suficientemente ajetreada como para añadirle más seres vivos que cuidar. Ya no sabemos que más historias inventar para justificar la repentina ausencia del perrito, gatito, pececito,...Si quieren que la criatura crezca amando la naturaleza regálenle una plantita, que eso tiene menos daños colaterales. Y si a la planta le arranca las hojas ni grita ni pone pucheros, como mucho se pone mustia que tampoco es para tanto después de haber visto flotando panza arriba al patito cua cua cua.
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