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Cuando la humildad se convierte en un defecto

Rafa Japón

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No seas soberbio con el humilde, ni humilde con el soberbio.

En 1909, Hans Geiger y Ernest Marsden demostraron que el recién estrenado átomo estaba prácticamente vacío. Para ello se jugaron el pellejo: se tiraron casi un año metidos en una habitación oscura, contando destellos que provenían de una piedra de polonio, un material altamente radiactivo. De vez en cuando salían de allí y le contaban sus avances a su jefe, Ernest Rutherford, que les daba algún que otro consejo. No sé cómo, aunque me lo imagino, pero la investigación que hoy estudian los niños en las escuelas se denomina “Experimento de Rutherford”.

En la universidad es una práctica demasiado común esa de que los jefes metan su nombre en las publicaciones de los verdaderos investigadores. Yo mismo lo sufrí. Era joven y acababa de aterrizar en ese mundo donde los peces gordos no pisan un laboratorio, pero sí todas las cabezas que pueden. Este fue uno de los motivos por los que salí de la investigación, a pesar de que me fue bastante bien. Además de grandes recuerdos, amigos y currículum, de la universidad saqué una máxima que sigo cumpliendo a rajatabla: el exceso de humildad es igual de dañino que el de soberbia. Años después, me encontré con la frase que encabeza la entrada, la cual tiene mil padres y por eso no me atrevo a reseñar su autoría.

En la docencia es más difícil ponerse medallas que no corresponden porque los niños no son tontos. Ellos saben de qué va esto porque se tiran seis horas viendo a un maestro tras otro durante diez meses. Nuestros clientes saben quién es el que cría la fama y quién es el que carda la lana. Pero, a pesar de todo, hay auténticos maestros (nunca mejor dicho) en colgarse la medallita que le corresponde a otros. Nunca actúan delante de los chiquillos (ahí, como digo, no tienen nada que hacer), sino con los adultos. La mayoría de ellos, curiosamente, tienen como objetivo la deserción de la tiza, el ascenso a algún carguillo con más nombre que responsabilidad.

Mi sitio es la pizarra, soy feliz ahí. Jamás se me ocurrirá adueñarme del mérito de nadie, pero los míos son los míos. No presumo de ellos, pero no consiento que nadie lo haga por mí. Como dice el himno de mi equipo “sobre el campo, la verdad”.

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