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Sobre este blog

Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

Días de cólera en la agricultura europea

Tractorada de agricultores en Lucena

Eduardo Moyano

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La protesta es un rasgo típico de la agricultura y el mundo rural. Cada cierto tiempo, el malestar de los agricultores estalla, expresando su cólera y haciéndola visible ante el resto de la sociedad. A lo largo de la historia ha habido expresiones de ello, como las jacqueries medievales, las revueltas campesinas de La Vendée durante la revolución francesa o las rebeliones del campesinado ruso contra la colectivización bolchevique.

Más recientemente, las tractoradas ante las instituciones europeas en Bruselas en los años 1980 siguieron esa misma pauta, al igual que las protestas de los “chalecos amarillos” (más rurales que agrícolas) por las calles de París en 2018. En España basta recordar las “guerras agrarias” de los primeros años de la transición democrática (1977-1978), que llenaron de tractores las carreteras de nuestro país, o las manifestaciones que tuvieron lugar en los meses previos a la pandemia en 2019 y 2020 con el lema “Agricultores al límite”.

Ahora son los agricultores alemanes y franceses los que expresan su descontento (por el impuesto al gasoil, entre otras cosas), al igual que lo hicieron los holandeses hace un año (por el plan de reconversión ganadera) o los polacos (contra la entrada de cereales procedentes de Ucrania). Son estallidos intensos de protesta, pero de corta duración, ya que los agricultores no pueden estar mucho tiempo alejados de sus granjas.

En la mayoría de los casos, la cólera de los agricultores suele estar dirigida contra los poderes públicos (europeos o nacionales), a los que se les responsabiliza de los problemas del sector agrario y a los que se les suele acusar de pasividad o de no prestar suficiente atención a unos agricultores que sienten estar siempre al borde de la supervivencia. También va contra la gran distribución a la que, en una especie de relación de amor/odio, muchos agricultores la consideran la causa de todos sus males, aunque la necesiten para venderles sus producciones.  

Un sector vulnerable

El descontento crónico de los agricultores se explica porque su actividad es muy vulnerable al tener poca capacidad de reacción ante coyunturas adversas, sean climatológicas (sequías, heladas, granizo…), económicas (volatilidad de los mercados, competencia de terceros países…) o políticas (guerras bélicas o comerciales, bloqueo de las cadenas de suministro…)

Esto hace que la gran mayoría de los agricultores vivan al límite, con una sensación de incertidumbre respecto al futuro. Y eso les lleva a vivir su profesión con desasosiego y siempre con malestar, lo que, llevado al extremo, les conduce a manifestar su ira en forma de protesta en las calles y carreteras.

Dicha fragilidad explica también la existencia de políticas de apoyo (como las europeas de la PAC) con medidas de diversa índole (ayudas directas, pagos compensatorios, ayudas a inversiones…) cuyo propósito es dar estabilidad a un sector esencial para la producción de alimentos, garantizando a los agricultores unos ingresos mínimos. Lo que ocurre es que, en ocasiones, como ahora, las crisis de coyuntura son de tal magnitud, que las ayudas públicas son insuficientes para compensar los efectos negativas de aquéllas en el sector.

Unidad tras la diversidad

Es verdad que no todos los agricultores están en la misma situación, y que su mayor o menor vulnerabilidad depende del subsector productivo y tipo de explotación. Tampoco coinciden sus demandas, y eso le crea dificultades a las organizaciones profesionales agrarias (OPAs) para conciliarlas en un programa común. Pero a pesar de esa diversidad social y económica interna, el sector agrario suele enmascararla tras la bandera corporativista de la unidad, usando una llamativa liturgia victimista y un potente ritual reivindicativo en sus protestas.

Por eso, en esas ocasiones, da la impresión de que es todo el sector agrario el que tiene problemas y de que el conjunto de la profesión es el que protesta. Sin embargo, son grupos concretos de agricultores (por cierto, no pequeños) los que lo pasan mal y expresan su malestar sacando los tractores a las carreteras, arrojando estiércol al asfalto, desparramando leche y otros productos en las calzadas o incluso atacando a camiones con productos de otros países (en una especie de violencia vicaria).

Es evidente la capacidad que tiene el sector agrario para alterar la vida urbana con sus movilizaciones de protesta. También lo es su capacidad para llamar la atención de una sociedad que, en gran parte, aún conserva en la memoria sus raíces rurales, mostrándose por ello emocionalmente receptiva a las demandas de los agricultores, aunque luego no esté dispuesta a pagar más por los alimentos que consume. El bloqueo de las vías de comunicación es una baza que utilizan como forma de presionar a las autoridades, convirtiendo muchas veces un problema sectorial en un problema de orden público y, en consecuencia, aumentando el eco y la relevancia de sus reivindicaciones.

En Francia, por ejemplo, los agricultores han logrado sacar de su despacho al recién nombrado primer ministro Gabriel Attal, que se ha dirigido a ellos desde un atril improvisado en una granja, conocedor del fuerte simbolismo de ese gesto (Francia no es nada sin su agricultura, ha dicho); pero también sabedor de que la debilidad de la protesta radica en que sus protagonistas no pueden estar mucho tiempo fuera de las explotaciones. Las propuestas de Attal son una enmienda a la totalidad del Pacto Verde Europeo, además de un retorno al viejo discurso proteccionista en detrimento de la libertad de comercio dentro y fuera de la UE. Pero no sabemos si es mera táctica del gobierno francés para ganar tiempo y frenar la protesta o si persigue un objetivo de mayor alcance, lo que tendría importantes repercusiones en las políticas europeas.

Sin duda que las actuales protestas de los agricultores europeos responden, como en ocasiones anteriores, a la crisis de rentabilidad de muchas explotaciones, sobre todo las de pequeña y mediana dimensión, y en gran medida las del sector ganadero. Sin embargo, es una situación que contrasta con el atractivo que ejerce la agricultura para los fondos de capital, que ven en ella un sector interesante para invertir. Ambas situaciones no son contradictorias, ya que reflejan la realidad diversa y heterogénea de la agricultura europea.

Hay, sin duda, agricultores al límite…

Es una realidad incuestionable que los modelos agrícolas que aún consideramos de tipo familiar (con su titular gestionando de modo directo y personal la explotación) tienen serias dificultades para responder a las fuertes a unos mercados cada vez más exigentes y en los que hay que competir reduciendo costes y desarrollando estrategias comerciales de gran escala.

De hecho, tales desafíos no están al alcance de muchos agricultores, bien por la reducida dimensión de sus explotaciones, bien por su incapacidad para innovar debido a su avanzada edad, bien por la obsolescencia de sus prácticas agrícolas y ganaderas. Tampoco lo están por la limitación de sus recursos económicos y formativos, que les impide emprender las inversiones necesarias en nuevas tecnologías o adoptar modernos sistemas de gestión.

Estos agricultores son, además, presa de una pinza infernal. De un lado, están atrapados en una espiral productivista de la que no pueden salir, y en la que les resulta difícil asegurar su supervivencia a pesar de las ayudas públicas que reciben. Y de otro lado, se ven presionados por unas exigencias ambientales de la UE cada vez más elevadas (en materia de herbicidas, fertilizantes, purines, bienestar animal, biodiversidad…), que, además, van acompañadas de fuertes controles burocráticos. Tales exigencias son percibidas por los agricultores como una imposición de grupos urbanos que, en su opinión, no entienden nada de lo que se hace en la agricultura y que no valoran su esfuerzo por adaptarse a las nuevas demandas sociales.

Este grupo de agricultores, que es aún el más relevante desde el punto de vista numérico en muchos territorios, se siente incomprendido y menospreciado por el resto de la sociedad. Su malestar lo expresan rechazando la Agenda 2030 y oponiéndose al discurso del citado Pacto Verde Europeo o a la transición ecológica que propugna la UE y que, según ellos, es auspiciada por el lobby ecologista. Son estos tipos de agricultores los que protagonizan la cólera de estos días en Alemania o Francia ante medidas como la retirada de la subvención al gasoil o la suspensión de algunas ayudas que se pusieron en marcha para afrontar los efectos de la guerra de Ucrania. Muestran, además, su descontento por los efectos del cambio climático que ya sienten en sus explotaciones, y rechazan el poder omnímodo de la gran distribución.

…pero también explotaciones innovadoras y rentables

Sin embargo, junto a esos agricultores con problemas y al límite, están otros que emprenden proyectos innovadores y que obtienen pingües beneficios al incorporar nuevos sistemas de organización en sus explotaciones o al cambiar los modelos productivos por otros más ajustados a las nuevas demandas de los consumidores.

En unos casos, innovan externalizando determinadas tareas a empresas de servicios, diversificando actividades, utilizando la digitalización o adoptando modelos de tipo societal (sociedades anónimas, sociedades limitadas…) Todo ello con el objetivo de mejorar la eficiencia y aumentar la economía de escala de sus explotaciones para afrontar el reto de la competitividad incorporando tecnología avanzada (agricultura de precisión). En esta franja de explotaciones muy robotizadas puede verse ya el germen de modelos de agricultura sin agricultores que son muy atractivos para los fondos de inversión. Quizá aún sean poco relevantes estos modelos en cuanto al número de explotaciones, pero son ya importantes en lo que se refiere a la producción que generan en algunos subsectores (olivar superintensivo, frutales, frutos secos, viñedo, cultivos tropicales, ganadería intensiva…)

En otros casos, la innovación se produce por la vía de modelos basados en los principios de la agroecología, que, como ocurre en las explotaciones de agricultura ecológica, encuentran su propio nicho de mercado y aseguran su rentabilidad, contribuyendo, además, a la expansión de nuevos valores en materia de relación con la naturaleza, el medio ambiente y los ecosistemas. También hay casos de agricultores que innovan en producciones cuya calidad está vinculada a territorios diferenciados geográficamente.

Estos tipos de agricultura (la robotizada, la ecológica y la de calidad diferenciada) son ya una realidad protagonizada por jóvenes emprendedores, pero es una realidad que no se refleja en las manifestaciones de protesta, ya que sus problemas son de otra índole. Son problemas menos asociados a la incertidumbre y la vulnerabilidad de la renta individual del agricultor, y más a la forma de organizar el trabajo y los medios de producción (como es el caso de los modelos tecnificados), a la diferenciación territorial de los productos, a la búsqueda de alianzas con los consumidores (como sucede con la agricultura ecológica) y a una mejor integración en la cadena alimentaria.

El riesgo populista

Es verdad que los agricultores que protestan no representan a toda la agricultura, sino sólo a una parte (y no pequeña) del sector, pero tienen razones sobradas para hacerlo. Están al límite, lo están pasando mal y se sienten abandonados en un proceso de reconversión inexorable.

Es normal, por tanto, que los partidos políticos de la oposición intenten aprovechar su descontento, como el de cualquier otro grupo social, para debilitar al gobierno de turno. Siempre ha sido así y no debemos sorprendernos por ello, y más aún a las puertas de las elecciones europeas.

El problema es más grave cuando tales movilizaciones se convierten en caldo de cultivo para el auge de movimientos populistas que no aspiran sólo a minar el apoyo a los gobiernos, sino a socavar las bases de las instituciones democráticas. Ante protestas que tienen una fuerte carga emocional, como sucede con la agrícola, el riesgo de que deriven en ese tipo de reacciones de carácter populista es elevado.

Diálogo, prudencia y reflexión

Por eso, los gobiernos deben ser sensibles a las demandas de los agricultores que protestan, ya que sus problemas son reales, dándoles respuestas que palien su situación. Deben, además, mantener siempre abiertas las puertas del diálogo con las organizaciones agrarias (OPAs) para trasladar los conflictos a la mesa de negociación.

Y deben ser cautos y prudentes a la hora de adoptar aquellas medidas que, guiadas por el objetivo bien intencionado y necesario de la transición ecológica, podrían tener efectos muy negativos en un sector ya bastante castigado por la actual coyuntura, además de poner en riesgo la soberanía alimentaria de la UE y de los países que la forman.

El anuncio de la presidenta Ursula von der Leyen de abrir un diálogo estratégico sobre la agricultura europea llega tarde y no parece creíble por las fechas en que se ha hecho público, meses antes de que finalice su mandato. No obstante, sea bienvenida su propuesta, pues el sector agrario necesita una reflexión seria y rigurosa sobre su futuro, reflexión que tendrá que ser desarrollada por la Comisión que se forme tras las elecciones del próximo mes de junio al Parlamento de la UE.

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Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

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