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Entre los dos, más divertido y mejor

Mar Rodríguez Vacas

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'Ojiplática' me dejó mi hijo pequeño el otro día cuando nos regaló su primera palabra. No porque la dijo sino ¡por lo que dijo! No me refiero a 'papá' o a 'mamá', ya clásicos en mi casa. Su primera palabra fue 'Pepa'. Y lo alucinante viene ahora.

No me toméis por mala madre pero, ahora que caigo, no recuerdo ni por asomo cuál fue la primera palabra del mayor. Dijo 'mamá', luego 'papá' y después, probablemente dijera 'agua' porque, si hubiera dicho otra cosa, supongo que me acordaría.

Por el contrario, este chico mío, con nueve meses, no entiende mucho de agua. La etapa veraniega estaba en plena lactancia y, hasta ahora, no ha querido ni probar el líquido elemento (ya lo pedirá cuando el calor apriete). Es lógico, por tanto, que su primera palabra no haya sido la misma que la de su hermano y, sin embargo, maestro. Y digo maestro porque no se me ocurre otra razón para achacar que su primera palabra haya sido 'Pepa' a que la haya aprendido del mayor.

Aluciné cuando el otro día puse los dibujos de la cerdita más famosa del mundo infantil y le escuché decir mientras sonreía de oreja a oreja: “¡Peeeppaaaa!”. Pensé que fue una casualidad y ahí lo dejé. Me hizo gracia y punto. Pero luego decidí experimentar y demostré mi hipótesis: de casualidad, nada de nada. El peque de nueve meses había relacionado esos dibujitos con la palabra 'Pepa' y, cada vez que se los ponía, él lo repetía más contento que unas castañuelas (lo tengo grabado, para los incrédulos).

Y digo yo que todo esto ocurre por tener un hermano, por tener de quién aprender. El desarrollo de mis dos hijos ha sido completamente diferente y ese tema me apasiona. Hemos hecho lo mismo con los dos (o al menos eso creemos). Sin embargo, el hecho de tener alguien al lado de quien ir asimilando pasos y a quien imitar hace que se dispare el nivel de aprendizaje.

Y a mí, me encanta que jueguen juntos, que aprendan a compartir, incluso que se tiren de los pelos si hace falta (que lo hacen, y muy a menudo). Ahora mismo, de hecho, los tengo aquí a los dos, sentados sobre una alfombra-puzzle aislante de Peppa Pig. El grande le dice cosas al chico y le suelta algún que otro abrazo (del oso); el chico protesta, agita los brazos y luego se ríe. Yo sólo intervengo cuando hay llanto y suele bastar con un: “¡Deja a tu hermano!”. Son vivencias que puede que no recuerden dentro de unos años pero que quedarán impregnadas en su personalidad futura. Esos ratos juntos no hacen más que sentar las bases de una muy buena relación entre hermanos. Y ¡ojo! Que ya sé que ahora juegan y más tarde se pelearán. A mí me ha pasado con mi hermano. Las 'pelíllas' típicas nos hicieron tener una relación consolidada por la que, como decía una tía mía, no podíamos vivir “el uno sin el otro”. Ahora, y desde hace bastantes años, nos adoramos. Es verdad que hemos aprendido a no vivir juntos pero mantenemos una relación muy cercana y eso me hace sentir feliz y, en cierto modo, tranquila. Además, creo que esto es motivo de orgullo para mis padres. Y eso es justo lo que yo quiero sentir de aquí a unos años junto a mi marido: una inmensa felicidad al ver cómo nuestros hijos se han convertido en grandes amigos y en un apoyo fundamental, tal y como ocurre en el matrimonio, para lo bueno y para lo malo, porque de todo van a tener que vivir juntos mis pequeños.

Ahora, mientras sigo escribiendo, el mayor ha cogido a su hermano por los pies y lo está paseando por la alfombra con alto riesgo de salirse de la misma o de terminar haciendo la carretilla. Están de foto pero prefiero no asumir riesgos y voy a separarlos. Es la hora de la merienda. Mientras el chico se toma su tazón de fruta, el grande le canta los cantajuegos que suenan de fondo, lo que hace partirse de risa al peque. A lo tonto, a lo tonto, se ha comido todo. Si es que, cuando están de buenas son para comérselos. ¡Cómo los quiero!

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