Tatoos, silicona y paisaje de mi infancia
Cuando era pequeña, solo los hombres llevaban tatuajes. Muy pocos y los de “mala vida”. No digo que lo fueran, pero esa fama les precedía, aunque no fuera cierta. Los legionarios que venían de África, los ex presidiarios, los viajeros del mundo. Hombres marcados. No sé si había mujeres tatuadas. Yo nunca las vi y, aunque imagino que las habría, debían ser tan de mala vida que ni existían en mi mundo. Aquellos tatuajes desdibujados que mirábamos con escepticismo aludían casi siempre al amor de una madre ausente o a patrias lejanas. Eternidades cinceladas.
No sé en qué momento hemos pasado a otra dimensión. En este paréntesis de descanso que me engulle la playa de mi infancia, cuando la observación es uno de mis rituales, he descubierto que los cuerpos que me rodean están en su mayoría inyectados. Inyectados de silicona, de botox, de ácido hialurónico y, por supuesto, de tinta negra y hasta de colores. Los que tenemos los cuerpos vírgenes ahora somos los menos.
Quisiera entender, más allá de la moda que como todas intuyo pasará, qué lleva a alguien a marcar de por vida cada esquina, cada palmo de su piel, inyectándole tinta indeleble. Es como si la piel ya no te perteneciera porque ese mensaje al viento, expresando un deseo, una debilidad, un recuerdo, un amor, o la pasión eterna por unos colores, no tiene sentido si los demás no lo saben. ¿Quién escribe un libro para que nadie lo lea? Hasta el diario más íntimo lo escribimos con el inconfesable deseo de que algún día alguien lo descubra y robe nuestros secretos.
Supongo que es adictivo, supongo que crea dependencia, porque el lenguaje de muchos de esos cuerpos tatuados vocifera que para algunos no hay límite en reescribir el mapa de su piel con tinta china. Al final es inyectar en tu piel una sustancia que te es ajena. Y todo lo que se inyecta crea adicción. Botox, la heroína de la pretendida eterna juventud.
No estaré dentro de algunas décadas para comprobar el resultado del paso del tiempo por esos cuerpos. Cuando la piel no sea tersa. Cuando la frase no se pueda leer y quede una parte oculta entre los pliegues cerveceros o entre los inevitables colgajos de la edad. Cuando el ojo del tigre que me mira desde el abdominal del vecino de tumbona quede oculto -y tuerto- por la incontenible gravedad. Cuando solo permanezca erguido un pecho en un magma de cuerpo desvencijado.
El paisaje de mi infancia veraniega ha cambiado. Han puesto otro estudio de tatoo donde antes había una galería de arte; un salón de uñas de gel donde compraba mis discos de vinilo; una tienda friki de guerreros de juegos impronunciables donde estaba la papelería, la decimoctava tienda de carcasas de móvil, en el salón de futbolines. El paisaje ha cambiado y no solo el de la piel. No sé si me gusta el futuro que imagino.
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