No me da miedo la muerte, me da miedo la soledad. Levantarte un día y estar sola, pero no en el sentido físico. Siempre estuve sola para las cosas esenciales de la vida. Y no me fue mal. Mejor sola que mal acompañada.
No me refiero tampoco a esa soledad que impuesta o elegida en las relaciones personales te hace sentirte una isla pequeña en un mar repleto de tiburones. Porque esa, cuando descubres que es tu propia isla y que allí nadie puede hacerte ya nada, es el mejor sitio donde tumbarse al sol y disfrutar. Me refiero a la soledad que provoca la ausencia de todo lo que ha ido formando parte de tu vida en sus distintas facetas. Y ni siquiera me refiero a la muerte. Hay muchas formas de ausencia.
El mundo está cambiando muy deprisa. La escala de valores y hasta de prioridades no son ya las mismas. Sigues haciendo tu trabajo, pero de pronto empiezas a descubrir que lo que tú priorizas, lo que para ti es básico, está sencillamente demodé. Cuando estás acostumbrado a bregar con abogados de palabra, leales a los compromisos, que priorizan el interés de su cliente por encima del suyo; con fiscales que hasta para pedir la condena de alguien, o para valorar con quien debe quedarse un niño, aplican el sentido común y el humanismo en letras mayúsculas; o con jueces que aplican la ley con rigor y estudio, pero también con interés y sensibilidad y lo que empiezas a encontrarte es, como el paquete que viene de China, algo muy distinto a lo que esperabas. Es entonces cuando te embarga esa sensación de soledad de la que hoy les hablo. Esa que, de seguir así, -te dices - “asúmelo, más pronto que tarde estarás sola”.
La soledad también de comprobar que los amigos y hasta puede que muchos de tus familiares discurren ya por otros derroteros distintos a los tuyos. Han emprendido caminos personales, intelectuales, morales y, lo peor, políticos, tan distintos a ti, que ya no es posible aquel diálogo sosegado, aquel intercambio de sentimientos e ideas, o aquel debate sobre lo que fuera, acalorado sí, pero enriquecedor también, en las sobremesas de unas comidas que puede que ya ni existan. Tú a Londres y yo a California. La soledad de la libertad de ser y opinar, pero a sabiendas de que el otro es y opina distinto y no te respetará.
Me asusta la soledad de comprobar que no te valoran como ciudadano las instituciones que, para colmo, viven de tus impuestos; me asusta no poder hablar de política en ningún grupo y mucho menos si es de Whatsapp -no creo que exista otro invento más maligno para el correcto entendimiento de las ideas que estos diabólicos grupos - ; me asusta que en las profesiones, en los oficios, o en las administraciones se vayan jubilando los mejores -a lo mejor no lo son, pero han demostrado ser lo que otros aún tienen pendiente demostrar- y, en fin, me asusta despertarme un día y estar sola en lo que pienso, en lo que hago y en lo que siento.
¿Morir ? Es lo de menos.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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