He vuelto a Lleida y de nuevo he constatado cómo solo gracias a los jóvenes negros que llegan de África se recoge la fruta en una zona muy rica que, sin ellos, se empobrecería de inmediato. Hay pueblos —me contaba una amiga— que han revivido gracias a estos inmigrantes negros. No solo no han tenido que colgar el cartel de “cerrado por falta de personal”, sino que hasta las personas mayores han retomado el dominó por parejas con ellos.
He atravesado recientemente la España despoblada por el Camino de Santiago y he visto con mis propios ojos quiénes descargaban los pocos camiones que vi, o quiénes recogían la paja para las vacas. Hombres jóvenes y negros. En los pocos bares por los que pasé, en los pequeños colmados de pueblos en mitad de la nada, atienden inmigrantes. Paré en un camping, con bar y piscina, que reabrió gracias a la familia sudamericana que llegó para gestionarlo. Han conseguido crear un oasis en mitad de la nada.
En la Costa del Sol la cosa no es diferente. El espetero de mi chiringuito y el pinche de la cocina con fogones a 50 grados son marroquíes; también el que descarga la fruta en la tienda de abajo, miembro de una familia marroquí que llegó desde la ciudad de Benimellal. Ya tienen varios puestos de fruta. Y cuando he tenido que limpiar con urgencia una casa familiar y no encontraba empresa ni señora disponible, apareció una familia de Paraguay. No solo me han dejado la casa como una patena, sino que me han solventado los arreglos urgentes que requería. Los artistas locales me colgaban el teléfono o me daban cita para octubre.
En mi casa forma parte de mi familia una señora que lleva más de 15 años cuidándonos, limpiando el baño, planchando nuestra ropa y dándole cariño a mis hijos siempre. Mucho más si yo no estaba. Es georgiana, igual que la otra señora que ha cuidado a mi madre durante años como a una reina hasta el día que murió.
En España, los españoles blancos y autóctonos no queremos ya descargar camiones, ni limpiar a personas ancianas o enfermas; no queremos trabajar en el campo, recoger fruta, limpiar miserias y hacer esas tareas que, además, no compensan si hay formas de obtener el mismo dinero sin doblar el lomo. No entiendo ni a la izquierda ni a la derecha de este país. A la primera, por “extra” pensionar sin criterio; a la segunda, por no entender que necesitamos, aunque sea por una cuestión de natalidad, a hombres y mujeres que vengan a trabajar y hacer crecer el país. No entiendo que no entiendan la necesidad de una inmigración que viene a salvarnos de nuestras propias miserias.
Y es que a algunos solo les gustan los inmigrantes si juegan al fútbol. Si recogen fruta en los campos de Lleida, no... ¿Menas que matan y violan? Sí, alguno habrá, pero no olviden estos que arremeten contra la inmigración —siempre los mismos— que también entraron un día los que hoy son auténticos héroes nacionales.
Unos nos salvan de nuestras miserias blancas y otros, con 17 y 22 años recién cumplidos, nos salvarán casi seguro hoy. La inmigración que, de un modo u otro, nos salva.
¡Lamine y Nico, a por ellos!
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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