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Cuentos de navidad

Antonio Manuel Rodríguez

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El alma de un niño es como la masa de pan: puedes moldearla sin apenas esfuerzo ni resistencia. El alma de un adulto es como el pan: no admite cambios sin romperse. Mi hija tiene cinco años. Masa de pan. Antes de irse a dormir le suelo leer un cuento, como hice con su hermano a su misma edad. Últimamente, clásicos. Los dos observamos las mismas ilustraciones. Pero donde ella ve lobos y princesas, yo veo una maquinaria de inyección moral que me desconcierta. Unas veces creo acertado que desde niña sepa que existen buenos y malos. Otras veces, ejerzo de censor y le oculto que animales de dos y cuatro patas devoran a otros niños y ancianas. Me asusta el lenguaje clasista y sexista de los cuentos infantiles. Que se aloje en su cerebro para siempre como la nicotina o la tabla de multiplicar. Que se duerma sin entender la moraleja. O lo que es peor: que no pueda dormir. Asustada.

Tal día como hoy, un 20 de diciembre de 1812, se editaron por primera vez en Berlín los “Cuentos para la infancia y del hogar” de los Hermanos Grimm. No pudieron elegir un título más hipócrita y tendencioso. Son machistas. Reaccionarios. La mala siempre es la madrastra como si el amor sólo manase de la sangre. Y la única aspiración de las niñas es casarse con un príncipe al que someterse para que le resuelva la vida. A pesar de todas esas y otras muchas barbaridades, fueron declarados Patrimonio de la Humanidad en 2005. Ayer leímos uno de ellos: “La mujer del erizo”. Un plagio de la fábula de Esopo, “La liebre y la tortuga”. En este caso, la liebre apuesta una moneda de oro y una botella de aguardiente a que ganará una carrera a un erizo. Éste acepta y se lo cuenta a su mujer que le advierte de su locura. El marido contesta literalmente: “ Silencio mujer. No te metas en lo que no te importa. Nunca te mezcles en los negocios de los hombres”. Y le ordena cómo actuar: “Yo estaré en la meta y tú te apostarás en la salida para que crea que soy yo”. La liebre cree perder y vuelve a retarle en sentido contrario. Así hasta reventar y morir en el 74 intento. Me reservo la infame moraleja de los hermanos Grimm. Y me quedo con la que me regaló el escritor y amigo José Luis Serrano:  sólo uniéndonos y actuando como si fuéramos iguales, cada uno desde su trinchera, podremos vencer al enemigo. Y así se lo conté a mi hija.

Quiero compartirla contigo antes de perder la fe en el ser humano. Hace dos días robaron el camión que da de comer a una buena persona. Me llamó desolado. Y otras buenas personas han hecho lo posible por difundir la noticia. Esta mañana he leído que un ladrón ha entregado a la policía las pruebas que inculpan de pederastia al dueño de la casa que desvalijó. Los dos son cuentos de navidad con un final feliz a medias. Como la vida misma. Recuerdo cuando leí a mi hijo “El traje nuevo del emperador”. También de los hermanos Grimm, esta vez plagiado por Andersen. Quizá el cuento menos infantil que conozco. Un monarca desfila desnudo creyendo vestir un traje mágico. Lo súbditos callan. Todos ven lo que ven pero ninguno se atreve a decirlo. No porque sean ciegos o estúpidos. No. Callan por cobardía. Por temor al poder y a sí mismos. Esa es la única moraleja. El pueblo ve lo que el poder quiere que vea. Y dice lo que el poder quiere escuchar. Un niño rompió la disciplina silenciosa del desfile como una corteza de pan. Dijo la verdad. Lo que él y todos veían. Y fue un niño porque sólo un niño podía hacerlo. Un adulto habría sufrido las represalias del poder por desacato y del pueblo por evidenciar su sumisión. Celaya lo explica mejor que yo en una de sus sentencias: “El que emerge del conjunto para erguirse en solitario, como saben los hombres, está muerto”.

El último cuento de navidad que nos han contado es el de la subida de la luz. Como decían unos amigos en twitter: “las eléctricas nos cortan la luz. Los bancos nos echan de casa. Los gobiernos ayudan a eléctricas y bancos. Consienten lo que hacen. Y nosotros consentimos a quienes nos gobiernan”.  Todo cambiaría si lo denunciáramos como el niño del traje del emperador y actuásemos como los erizos. Arriesgándonos a quebrar como un pan duro. Pero eso sólo ocurre en los cuentos. La vida sólo nos depara finales felices a medias.

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