Elena Lázaro / Antonio Manuel Rodríguez
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De entre las muchas normas que existen, quizás la más luminosa no fue redactada por un político en ningún parlamento. Lo hizo un jornalero con faltas de ortografía durante la dictadura de Primo de Rivera. Se trata del artículo 2 del Reglamento del Ateneo Popular de Almodóvar del Río, y dice así:
“Cuando en la vida colectiva se cometa una arbitrariedad por parte de los poderes públicos contra el inviolable derecho de gentes o contra la libre emisión del pensamiento, esta entidad deberá hacer pública su disconformidad por el medio que estime más oportuno, por cuanto el silencio ante el atropello cometido equivale a la tácita conformidad con el mismo”.
Aquel joven anarquista elevó el deber cívico de resistencia a rango de ley. Algo que no hemos sido capaces de conseguir en la mayoría de las democracias occidentales y sobre el que han teorizado numerosos expertos en ciencia política y en Derecho.
Pero que no esté regulado y que la discusión sobre él se haya quedado en el plano teórico no significa que no se haya ejercido. La historia está llena de ejemplos.
El Parlamento británico, uno de los más antiguos de Europa, ha tardado cien años en revisar las penas a las mujeres que, desobedeciendo las leyes vigentes a principios del siglo XX, lucharon en la calle por conseguir el sufragio femenino, convocando reuniones alternativas como “Parlamentos de Mujeres” y rodeando las sedes gubernamentales. Un siglo en admitir que su rebeldía fue justa.
En esa revisión de las penas, el Parlamento británico reconoce implícitamente el mismo deber de resistencia del que hablaba el jornalero, pero esa resistencia ¿es un deber cívico o un derecho? Aquel anarquista lo entendía como deber; Rosa Parks, tres décadas después, lo reclamó simbólicamente como un derecho el día que fue arrestada en 1955 por negarse a desocupar un asiento reservado a los blancos. Estaba incumpliendo la ley. Parks ejerció el deber cívico de resistencia contra la injusticia y reclamó el derecho a incumplir leyes arbitrarias o injustas que discriminaban a millones de personas por el color de su piel.
En España, el movimiento de insumisión contra el Servicio Militar Obligatorio mantuvo durante casi 30 años una campaña antimilitarista basada en la desobediencia civil y el derecho a la resistencia, que costó consejos de guerra y prisión militar para muchos insumisos. Su oposición facilitó la eliminación de la conocida como “mili”.
Existen ejemplos que sustentan jurídicamente el derecho de resistencia. Aunque pudiera parecer contradictorio que quien desobedece o resiste al poder encuentre protección en el ordenamiento contra el que se rebela, no lo es. Veamos algunos ejemplos.
El artículo 20.4 de la Grundgesetz, la Constitución alemana, establece que “todos los alemanes tienen el derecho de resistencia contra cualquiera que intente eliminar este orden cuando no fuera posible otro recurso”. Un derecho que intentaron sin éxito recoger otras Constituciones.
El artículo 21 del Proyecto de Constitución francesa de la Cuarta República (1946) decía que “cuando el gobierno viola la libertad y los derechos garantizados por la Constitución, la resistencia en cualquier forma es el más sagrado de los derechos y el más categórico de los deberes”. Esta norma fue rechazada al igual que el artículo 50.2 del proyecto constitucional italiano, donde se decía que “Cuando los poderes públicos violen las libertades fundamentales y los derechos garantizados por la Constitución, la resistencia a la opresión es derecho y deber del ciudadano”.
Salvo en el caso alemán, la imposibilidad de invocar constitucionalmente el derecho-deber de resistencia coloca a los disidentes al margen o contra la ley. Reducidos a la radicalidad o a la nada. Ahí está el problema. Oficialmente, para combatir leyes injustas o arbitrarias, a la ciudadanía sólo le queda la movilización dentro de los límites que marque el poder político, lo que dificulta la resistencia, aunque no resta legitimidad a la decisión consciente y no violenta de defensa contra las leyes que entran en conflicto con la propia Constitución como garantía de los débiles. A esta actitud la llama Ermanno Vitale “resistencia constitucional”.
En su teoría política, Vitale argumenta que la defensa contra el Estado es legítima si de alguna forma se ponen en peligro los principios fundamentales de las democracias constitucionales. Así, pues, cabe preguntarse si, a pesar de ser legal, se debe transigir con el hecho de que el presidente del tribunal de garantías constitucionales pueda ser militante del partido que gobierna, hecho que podría poner en peligro la separación de poderes. O, por muy legal que sea, ¿es tolerable y legítima la apropiación de bienes inmobiliarios y patrimoniales realizada por la Iglesia católica?
Aunque las leyes lo amparen ¿no es un deber cívico oponerse a la privación de derechos y bienes fundamentales a las personas migrantes? Y, por último, a pesar de que la Ley Orgánica 4/15 de Protección y Seguridad Ciudadana lo permita ¿no existe el derecho de resistencia contra las mordazas que cercenan la libertad de expresión?
La Constitución Española es imperfecta. Sin duda. Pero, a pesar de sus imperfecciones, coincidimos con Luigi Ferrajoli en que el “constitucionalismo” es el punto más elevado del progreso moral y civil que la Humanidad haya logrado traducir en derecho positivo hasta nuestros días.
Por eso es importante marcar el constitucionalismo como la línea roja que no deberían cruzar el poder económico, ideológico y político, en ese orden. Porque son esos poderes, frente a la ciudadanía, quienes lo están reduciendo a la anemia utilizando como arma y excusa la propia Constitución.
La legitimidad del derecho de resistencia se basa en el ejercicio de la resistencia no violenta como método para denunciar los atropellos flagrantes que puedan cometerse contra los más débiles en el nombre de la ley. Cuando David Thoureau se negó en 1846 a pagar impuestos como protesta contra la guerra de conquista contra México, estaba incumpliendo la ley.
Pero ¿y ahora? Las mujeres de la Corralas que ocuparon edificios vacíos de entidades financieras en plena crisis inmobiliaria porque no cumplían su función social, estaban incumpliendo la ley para reivindicar pacíficamente el derecho a la vivienda. Cuando la ciudadanía protesta contra la ley que nos impide protestar, sin poner en riesgo ningún otro derecho fundamental, está incumpliendo la ley para exigir que se respete la libertad constitucional de expresión.
Todos ellos son ejercicios legítimos y actuales de “resistencia constitucional” de la que hablaba Vitale. El problema es que no existe una norma constitucional que los ampare, a pesar de estar defendiendo los pilares esenciales del constitucionalismo.
La ley debe ser la fuerza de los débiles, una herramienta imprescindible para tomar parte de las decisiones que organizan nuestra vida en común. La ley es la garantía frente a las injusticias del poder político, económico e ideológico. La ley no debe ser la puerta que nos cierran en las narices para excluirnos de sus decisiones, sino la llave maestra que la abra aunque cambien de cerradura. Por eso resulta imprescindible y urgente regular el derecho / deber de resistencia que ejercieron las sufragistas, los pacifistas, los antisegregacionistas y tantos otros activistas y movimientos sociales a los que debemos buena parte de las libertades de las que disfrutamos.
PD.- Aquel joven anarquista se llamaba Manuel Alba Blanes y terminó siendo el último alcalde republicano de su pueblo. Desapareció en el frente de Pozoblanco durante la guerra civil. Pero su hermoso artículo sigue vigente en los estatutos de los Ateneos de Andalucía.
Antonio Manuel Rodríguez Ramos, Profesor Derecho Civil e investigador Flamenco, Universidad de Córdoba y Elena Lázaro, Investigadora en formación del Departamento de Historia Moderna, Contemporánea y de América, Universidad de Córdoba
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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