Veraneos; 21. La entrevista
-¿Cuál es el primer verano del que tiene recuerdo?
-No me acuerdo de la fecha. Era en un apartamento en Fuengirola, con mis primos. Era pequeño –el apartamento y yo-, mi madre me pegó la primera y última hostia porque me colé en una habitación para ir al servicio y le vi las tetas a mi prima mayor, que se estaba cambiando para salir a tomar un helado con su noviete.
-¿Es motivo suficiente para ganarse un azote?
- No lo sé; debería preguntarle a mi madre, pero no puede porque está muerta. Y no fue un azote, le recuerdo que fue una hostia limpia y seca, sin comentarios ni reproches. Pura semiótica en un gesto. Aún me pica.
-¿Qué ha sido de su prima?
-Se casó con ese noviete. Parecen felices, tienen hijos, un pisito… Yo los quiero. No creo que se acuerde de aquel verano, le preguntaré cuando coincidamos en algún funeral.
-¿En un funeral?
-Sí; en un velorio, que es un espacio muy adecuado para las confidencias y los recuerdos. En mi familia, los decesos suelen ocurrir a fines de otoño o en invierno. Parecen respetar las primaveras y los veranos. A mí eso me parece elegante: no me veo en un tanatorio en chanclas buscando un daikiri en la cantina; mejor invitar a los primos a un cognac vestidos de buen paño en colores neutros.
-¿Y cuál sería su verano ideal?
-El último, supongo. Oh, cuidado, que el “último” puede ser el “pasado verano” o el que preceda a mi muerte. El lenguaje es perverso, dúctil y hasta maleable como una aleación inventada; por eso existen los sacerdotes, los cantautores, las ruedas de prensa de concejales de pueblo y las entrevistas como ésta.
-Disculpe algunas preguntas manidas y obvias; por ejemplo ¿qué queda hoy de ese niño que fue usted?
-Un par de cosas al menos: una –que me recuerda un amigo- es que tengo la tendencia a subirle las faldas a las chicas cuando me emborracho; y otra: siempre pido macarrones o lagrimitas de pollo cuando me invitan a un restaurante con estrella (ocurre poco, pero esas cosas pasan).
-¿Una sensación estival?
-Pasear por la orilla del mar por la mañana, muy recto y metiendo la tripita. Me hace parecer sexy y sencillo a la par. Me siento bien haciendo eso.
-¿Qué tres cosas se llevaría a una isla desierta?
-No creo que queden. Pero, en el supuesto caso, me llevaría una nevera sencilla de corcho –polar box- con dos botellas de whiskey de malta, hielo y un vaso bajo de cristal; un helicóptero de última generación y una comandante piloto de aeronaves del ejército israelí para manejarlo. Así se sale de cualquier isla y de cualquier tribulación.
-¿Le he pedido tres?
-Son tres. Cuente bien.
-¿Un deseo?
-Que se reúnan los Pink Floyd y vuelvan a tocar en Pompeya, que estalle el Vesubio y nos entierre a todos cubiertos en lava, menos al perro para que le aúlle a la posteridad.
-¿Qué es la posteridad?
-Un verano interminable donde sólo se oye la banda sonora de “Tiburón” mientras chapoteamos.
Y el aullido de un perro, claro.
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