Papa
Sencillo, humilde, poverello, americano, muy pegado a la tierra, ultramarino, austero, simple, que acepta todo, que no molesta en ninguna compañía, que casa bien, que puede ser principal y, sin embargo, acepta ser secundario o acompañante, que puede estar junto a ricos manteles en bandejas de plata o sobre una rústica mesa de madera tambaleante en un plato desportillado.
Así es la planta solinácea, el tubérculo conocido como “papa”, con su etimología quechua y que nosotros, en la metrópoli que fuimos, solemos nombrar como “patata”. Así la cultivamos, la cocinamos y nos la comemos.
Los conceptos y los alimentos no solamente viajan sino que nos hacen viajar y relacionarnos con nuestros hermanos. En Argentina o Uruguay, una “papa” es una cosa fácil de hacer o conveniente, en Méjico, una mentira, en El Salvador puede definir a una moneda, se llame ahora como se llame.
¡Vaya papa! es un golazo de tu equipo o una jovial borrachera y una “papa suave” es un buen negocio en Cuba, un “bisnes cool”.
Por resumir, la papa alimenta el cuerpo, el idioma y, hasta me atrevería a decir, el espíritu. Cuando escasea, la cosa se pone muy mala. Eso les pasó a los irlandeses a mediados del siglo XIX que, entre el mildiú y la mala política de los terratenientes británicos, las pasaron muy putas y se arruinaron, murieron o emigraron para acabar cociéndose en ese “melting pot” con el que se conoce a los Estados Unidos de América (de donde vino a Europa la papa, por cierto). A los tan anglicanos ingleses, mientras, les daba la risa viendo las penurias de sus católicos vecinos y decían: “esos papistas irlandeses tienen lo que se merecen”.
Ya lo ven, papa de ida y vuelta, tubérculo sencillo que, cuando sale a la luz, lo mismo alimenta que provoca el hambre de unos y la codicia de otros.
Papa viajera, papa eterna... Papa.
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