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Limpio y sano

Juan José Fernández Palomo

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Cómo no iba yo a acordarme de la famosa frase del fundador de los jesuitas: “En tiempo de tribulación, no hacer mudanza”. La podemos también encontrar sustituyendo “tribulación” por “desolación”; lo mismo me da que me da lo mismo. Sé que San Ignacio de Loyola -a partir de ahora, sencillamente Nacho- no la pronunció durante la procelosa epopeya de cambiar de domicilio que es lo que me está sucediendo a mí en estos días (utilizo un presente continuo porque soy consciente de cuándo empezó la mudanza pero no tengo ni pajolera idea de cuándo llegará a su fin, si es que lo tiene), pero me sirve igual.

No se trata tanto de cambiar enseres de sitio sino de acceder en el momento preciso a los sencillos servicios a los que tenemos derecho, supongo, los humildes peatones que pagamos por ellos. Nos fijaremos en dos: internet y gas.

Simplemente consiste en que trasladen la línea de telefonía y ADSL de un sitio a otro. Para ello hay que utilizar, curiosamente, el teléfono. Llamas a un número de atención al cliente (sic) con la vana esperanza de que tú eres el cliente y alguien te va a prestar atención. Pues no exactamente: tú no pareces cliente sino más bien primo timado al que una voz enlatada le dice que espere, que su llamada será grabada, que su coste es de nosecuánto euro y pico el minuto y que en breve me atenderá un humano. Vale, me pide datos, parece que los coteja en un ordenador que sí tiene internet, comprueba que en la zona de mi nuevo domicilio su compañía tiene cobertura y que ¡en unos quince días! ya tendré línea. Bien, pues hoy es el día catorce y mañana me levantaré temprano y me asomaré a la lucecita del router wifi como el niño que madruga el día de los Reyes Magos. Y seguro que no me traen juguetes. Y no he sido malo, lo juro.

Gas Natural-Fenosa. Agárrate. Se trata de dar de baja un contador y darle de alta a otro. ¿Sencillo? Pues no. Aquí el trato es más humano, con todas las grandezas y miserias de nuestra especie: en la oficina de atención al cliente una trabajadora me pide unos documentos, se los doy y me pone en contacto con una comercial que será la encargada de rellenar el contrato. Antes, una empresa subcontratada enviará a unos operarios malpagados a revisar la instalación, acometida, tubo de extracción de humos, etc. Lo sabía, nueva obra en la cocina, otro agujero en el techo, mañana vienen con los materiales, nueva certificación, llévala a la oficina, añádela al contrato y “en unos días” dispondré de gas en casa. Aún lo espero. Gadafi tardaba menos en construir un gaseoducto bajo el desierto inabarcable.

Conclusión: llevo una semana en mi nuevo pisito de alquiler y voy a entregar este post en un pendrive a los gestores de Cordópolis.

Y como no puedo aplicar calor a los alimentos en mi nueva cocina me he hecho crudívoro: me alimento de ensaladas, zanahorias y frutas. Bien lavadas, eso sí, porque al menos de mis grifos sale agua corriente. Todo hay que decirlo: la empresa pública de aguas me dio suministro media hora después de una simple llamada telefónica.

Como hiciera Nacho de Loyola, monje y soldado, he inaugurado el mes de diciembre duchándome con agua fría en mi nuevo convento. Estoy limpio y sano como un humilde jesuita. Cargado de valor, pero cortito de fe.

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