Ajedrez
Del rincón en el ángulo oscuro de la taberna, sentados a una mesa de madera, María Kodama y yo compartimos un plato de salmorejo, media ración de berenjenas fritas –crujientes, buenísimas- y un par de copas de fino Cancionero de Baena.
María me dice: -Qué le gustaría a Jorge Luis este momento. Tomaría una cucharada de salmorejo y empezaría a hablar de Averroes, porque los ciegos tienen una relación rara con las sinestesias. -Sí, los ciegos ven más.
-En estos días se cumplen treinta años de su muerte. Cascó en Ginebra y allí está enterrado, como sabes. -Sí; siempre me he preguntado por qué Ginebra. -Es que en Ginebra mueren y se entierran Borges y los grandes maestros de ajedrez, porque tienen un concepto muy laxo de la palabra “patria”.
-Ostras; pues yo he pensado en escribir un cuento que habla de un país en el que sus habitantes compartían una lengua común que se reducía a la palabra “ajedrez”. No decían nada más: cuando iban a la panadería pedían “ajedrez” y les vendían un bollo; cuando iban al bar le decían al camarero: “ajedrez” y les servían una caña; cuando en un funeral el sacerdote pronunciaba “ajedrez”, enterraba al finado; cuando un adolescente quería seducir susurraba al oído “ajedrez” y la ropa interior se mojaba por arte de magia… Pero un habitante de ese país un día se levantó y añadió a la palabra “ajedrez” la frase “…y gambito de caballo”; y fue cosa que causó gran pasmo y a ese ciudadano lo nombraron burgomaestre, presidente de la Cámara de Comercio y hasta jefe de la gendarmería. Un atrevido.
Yo quería escribir un cuento así y firmarlo como “Borges”, como si fuera el hallazgo de un manuscrito póstumo.
-Pues es una buena idea. Hazlo. -No. No tengo cojones.
Después de comer acompañé a María Kodama al hotel y me despedí de ella en el vestíbulo besándole la mano. “Me gusta la siesta, cerrar los ojos cuando hay luz”, me dijo. Y tomó el ascensor.
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