Aunque era un niño, recuerdo como si fueran los fotogramas de una película cómo se vivió el 23f en mi casa. Tengo fijada en mis recuerdos la imagen de la sala de estar de nuestro piso pequeño, donde mi hermano y yo hacíamos los deberes, mientras que mi madre y mi tía les daban vueltas a los disfraces del próximo carnaval. Estuvimos ajenos a lo que pasaba, hasta que llamaron a la puerta y un alumno de la academia en la que entonces trabajaba mi padre hasta las tantas de la noche nos pidió una radio en su nombre. Ay, las radios aquella tarde-noche. Yo entonces era muy pequeño para valorar lo que estaba pasando, pero si recuerdo la sensación de angustia y de incertidumbre que sentí a mi alrededor. También de alivio cuando al levantarnos a la mañana siguiente me di cuenta de que todo seguía más o menos igual. Recuerdo que ese 24 de febrero de 1981 mis padres y yo tuvimos que venir a Córdoba a una consulta médica. Entonces venir a la capital era para mí una especie de aventura. Tengo grabada en mi cabeza, como en aquella escena de una película de Amenábar, las avenidas prácticamente desiertas, la carretera apenas transitada y la cara de circunstancias del médico que tenía que verme que, además, era militar. Solo con los años sería consciente de todo lo que nos habíamos jugado aquella noche y entendería, por ejemplo, la tensión que tuvo que vivir un tío mío que entonces era concejal socialista en Cabra.
Imagino que todos los que vivimos aquel día, y sobre todo quienes por edad eran conscientes y no digamos quienes tenían entonces un claro posicionamiento político, tienen su particular película del 23f. Lo raro es que el cine español no hubiera nunca usado ese escenario para contarnos un fragmento de nuestras vidas. Ha habido, claro, acercamientos documentales, historiográficos y hasta literarios, pero faltaba mirar a través de la cerradura y contar en la pantalla como ciudadanos y ciudadanas habían vivido ese momento tan dramático que, para algunos, supuso, junto a la posterior victoria del PSOE en 1982, el final de la transición. Eso es lo que hace Guillermo Rojas en Solos en la noche, una película cuyo título homenajea no solo a Solos en la madrugada, el clásico de Garci, sino a toda una manera de hacer cine hoy injustamente poco valorada, y que no es sino una carta de amor y agradecimiento a una generación, la de su padre y la de su madre, que fue crucial en la conquista de las libertades democráticas. Lo mejor de esta película pequeña y valiente, a la que no le habrían venido mal unos cuantos millones más de presupuesto, es su apuesta por contar ese trozo de nuestra historia con tono de comedia. Una apuesta que es clave en el que parece un compromiso evidente de su creador: evitar la melancolía.
Con un guion que responde bien a las exigencias casi matemáticas de la comedia y con unas interpretaciones que lo salvan del riesgo en el que a veces cae de un cierto esquematismo sentimental, Solos en la noche es de esas películas necesarias en una cinematografía como la nuestra tan poco dada, hasta hace relativamente poco, a mirar y a mirarse en la historia más cercana. En este caso, su gran acierto es que opta por hablarnos de nosotros mismos, de quienes fuimos pero también de quienes somos, a través de lo personal e íntimo, que es por supuesto político y que forma parte de esa enredadera sobre la que se construye un ethos colectivo. De esta manera, Guillermo Rojas no solo nos está contando la historia de unos abogados laboralistas que en aquellos primeros años de democracia jugaron un papel esencial en la articulación de un sistema de derechos recién estrenados, sino que también nos apunta con inteligencia cómo en ese momento empezaban a cambiar las formas de relacionarnos, de amar, de ligar o de crear una familia. Cómo entonces estábamos pasando del singular al plural, de la unicidad a la diversidad. Un mundo nuevo en el que, a diferencia de en épocas anteriores, y tal como vemos en la pantalla, las mujeres dejan de ser las “señoras de” y empiezan a convertirse, no sin esfuerzos, en seres autónomos y soberanos. Incluso para amar o follar. Una auténtica revolución de las costumbres de un país en el que veníamos de un Código Civil en el que las casadas eran una especie de menores de edad bajo la tutela de los maridos. Y el resto, unas frescas. Todo ello amparado por una Iglesia metomentodo con la que, sin embargo, todavía no hemos concluido la necesaria transición.
La pieza de cámara, casi teatral, que nos propone Rojas funciona porque ha tenido la suerte de contar con unas actrices y unos actores que hacen suyos unos personajes en los que vemos una completa galería de tipos que reconocemos con facilidad y que no varían mucho de los que hoy encontraríamos en cualquier grupo de amigos o colegas. Destacan por sus matices y verdad Paula Usero, cuya Marisol podría ser la secundaria entre inocente y valiente de una película de Woody Allen, y un Pablo Gómez-Cando que nos hace tan creíble a Paco, ese hombre que es una suerte de anti-héroe, en las antípodas del viril sujeto también machirulo de izquierdas, y que tanto nos dice de lo muy necesario que es, para nuestra salud, pero también para la de la democracia, curarse de hombría.
Sin ser una película redonda, ni falta que le hace, Solos en la noche transmite todo el amor con que Guillermo ha tejido a los personajes y toda la ternura, que también es política, sobre lo necesario en cualquier democracia del compromiso de los sujetos que desde su ámbito profesional – en este caso, la abogacía, en claro homenaje a aquellos históricos hombres comprometidos del despacho de San Felipe – reman para que el sistema funcione, y a ser posible sin que deje fuera a los más vulnerables. Desde ese vínculo, que es íntimo y ético, Rojas nos ha escrito no solo, como apuntaba antes, una carta de amor a los hombres y mujeres de una generación de este país, y también a las referencias culturales que les sirvieron de sostén emocional, sino también, y no creo que peque de exagerado, una carta de amor a la democracia. Una llamada de atención, como nos hace Paco a través de una radio que no sabe si estará escuchando alguien, sobre la fragilidad de este sistema que pretende organizar la convivencia sobre la igualdad de derechos. De esta manera, Solos en la noche abre también una ventana hacia el futuro y se convierte no solo en un ejercicio de memoria democrática sino también en un horizonte de posibilidad para unas jóvenes generaciones que tal vez piensen que los derechos se heredan y no se luchan. Una lección que, con la ternura y el humor que encierran esta película, esas dos armas tan revolucionarias, incorporo desde ya en el programa de las asignaturas que enseño en Derecho.
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