La semana pasada descubrí en el Thyssen la obra de una pintora española de esas que han quedado casi invisibles en una memoria escrita por los y para los hombres. Con el título de El realismo íntimo, la exposición nos ofrece un primoroso recorrido por las pinturas de Isabel Quintanilla, entre las que sobresalen las que se fijan en esos rincones de la vida privada que, durante siglos, fueron los únicos permitidos a las mujeres. La máquina de coser, los vasos de cristal, los platos de comida, las estancias y las ventanas, pero también Roma, las plantas, los árboles, las flores, muchas flores, como si por ahí hubiera paseado la señora Dalloway. Todo en sus cuadros parece estar hablándonos de una mirada que veía más allá de las cosas, que se resistía a quedar atrapada en lo cotidiano, que buscaba y encontraba belleza en la intimidad y en los objetos donde se sostiene la vida. Entre Emily Dickinson y Virginia Woolf. Días después vi la segunda película de Celia Rico, Los pequeños amores, y encontré una singular conexión con Quintanilla. De nuevo, un relato aparentemente pequeño, construido con detalles que pudieran parecer insignificantes pero que tanto nos dicen de las vidas frágiles, de los vínculos quebradizos, de los cuidados y de los amores pequeños.
La película, que puede verse casi como una díptico con la anterior de la directora, la impresionante Viaje al cuarto de una madre, vuelve a poner el foco en las relaciones madre-hija, pero en este caso, y a diferencia de la primera, aquí es la hija, ya cuarentona, la que vuelve a casa para cuidar de la madre que ha sufrido un accidente. Mientras que en su primer largometraje, la directora nos llevaba a un contexto de frío, de mesas camillas y de invierno no solo atmosférico, en Los pequeños amores es la luz del verano, del campo, la que atraviesa las emociones. Los gazpachos, los ventiladores, los helados, los baños al sol. La casa de paredes blancas que en este caso se abre a la naturaleza. Una vez más, y parece una corriente dominante en el reciente cine español, lo rural como una especie de utopía, de nostalgia de lo imposible, de huida de unas ciudades en las que ni siquiera nos atrevemos a responder las preguntas verdaderas.
Gracias a las interpretaciones sobresalientes de Adriana Ozores y de María Vázquez, y de un guion en el que no sobran ni silencios ni conversaciones que con tan poco dicen tanto, Celia Rico nos ofrece un retrato certero de ese momento de la vida en que una hija se convierte de alguna manera en la madre de su madre. En el que pareciera que se abre la puerta a una etapa quebradiza e incierta. En el que es necesario redefinir los vínculos y descubrir cómo en el fondo son los pequeños amores, arisca madre-hija insegura, los que nos sostienen. Ellas, tan iguales y distintas, tan amorosas en el fondo aunque con tantas dificultades a veces para decirlo. Todo ello en un contexto, el de este mundo, que es tan líquido e inestable. Tan poco propicio para construir amores grandes y casas resistentes al viento.
A diferencia de Viaje al cuarto de una madre, esta película es luminosa, nos contagia pese a todo esa fuerza vital que resiste en lo pequeño pero relevante, nos permite seguir soñando con un cine de verano, con unas estanterías donde Emma Bovary o Anna Karenina se salgan de los renglones, con una familia en la que al fin seamos capaces de compartir fragilidades. Incluidos nosotros, los hombres, que en este caso aparecemos como unos sujetos que desde afuera remueven la pintura gastada, y que sobre todo en el caso de Jonás – todo un descubrimiento el maravilloso Aimar Vega, que tanto me recuerda a un primerizo Enric Auquer- nos permiten ver que otra masculinidad es posible. La que nos revela la ternura, la sonrisa, la duda y la ilusión del pintor con pistola que quiere ser actor. Ese niño-hombre u hombre-niño que no quiere dejar de soñar y que no deja de preguntarse por el amor. Al que no vemos nunca ejerciendo de patriarca. El que no se va sino que pregunta y conversa. El de cuerpo tatuado de emociones y sin músculos, tan poco viril como grande es su curiosidad de poeta.
Los pequeños amores es de esas películas que van creciendo después de vistas, cuando uno las recuerda y va recuperando de ellas diálogos, escenas y músicas. Teresa, Ani y Jonás se quedan con nosotros como si fueran ese hilo travieso que se pega a nuestro jersey. Un hilo que, como los de las máquinas de coser de Quintanilla, nos cuenta tanto de las mujeres y en general de todos nosotros. De lo que somos y que lo que no pudimos ser. Puro realismo íntimo que nos revela que el secreto reside en mirar.
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