La familia es un ecosistema en el que conviven heridas, silencios y deudas pendientes, siempre en un complejo equilibrio en el que los afectos amortiguan (no siempre) las tensiones. A estas alturas de la historia no hemos sido capaces de inventar – tal vez porque nos falta valentía, tal vez porque el sistema nos tiene domesticados – otra manera de sostener los vínculos, las dependencias y los cuidados. De alguna manera, seguimos siendo prisioneros del contrato matrimonial y sus efectos, como si no hubiéramos sido capaces de liberarnos de la “diligencia del buen padre de familia” a la que alude todavía nuestro Código civil. Es pues la familia un territorio para la novela y para el drama, también para la comedia, en general para narrar historias en las que me temo que siempre andamos arrastrando nuestros propios fantasmas. Puede incluso que muchos creadores y muchas creadoras no hagan sino otra cosa que hablar de su familia y de la casa en la que vivieron la infancia, esa patria que a veces nos deja el corazón helado y otras nos acoge con su textura de guisos calientes y ropa recién planchada.
Eso es lo que de alguna forma hacía Paco Roca en su cómic La casa, que ahora Alex Montoya ha trasladado a las pantallas, consiguiendo una de las películas españolas más hermosas de los últimos años. Y lo es porque el director consigue esquivar esa línea tan delgada que podría haberle llevado al sentimentalismo y a la telenovela, de tal forma que nos adentra en un microcosmos familiar como quien nos lleva a un viaje hacia nosotros mismos. A nuestros recuerdos, a nuestras carencias, a nuestras deudas pendientes, a nuestras familias. La historia de los tres hermanos que se reúnen tras la muerte del padre para decidir que hacen con la casa que el progenitor construyó con sus propias manos es un relato sobre el paso del tiempo, sobre las dificultades de sostener los vínculos, sobre cómo la infancia nos hace y nos deshace, pero también lo es sobre nuestros estreñimientos emocionales – muy singularmente los masculinos – y sobre lo mal que tenemos asumida la vejez. La casa, que evita caer en una nostalgia facilona, nos permite tirar del hilo de nuestra memoria y situarnos en los te quieros que no dijimos, en los silencios con los que huimos, en los tiempos que no supimos dedicar a los otros. De esta manera, la película es también una hermosísima mirada sobre la complejidad del cuidar, sobre los afectos que nos sostienen y sobre los espacios en los que nos miramos y nos reconocemos. Sobre ese terreno de batalla que son los vínculos heredados, y en el que con tanta frecuencia los hombres nos imitamos, nos respaldamos y hasta nos jodemos la vida.
Con un reparto impecable, encabezado por un David Verdaguer que de nuevo vuelve a demostrarnos que pocos como él saben encarnar esa mezcla tan masculina de autocontrol y fragilidad, y en el que brillan todas y todos, desde la niña interpretada por la hija del director a un Miguel Ángel Rellán que nos regala uno de los más bellos epílogos del cine reciente, La casa está construida sobre los pequeños detalles, como si abriéramos una de esas cajas de latón en que las abuelas guardaban desde botones hasta estampitas. Gracias a unas vueltas hacia atrás, en la que cambia el formato de la imagen, como si realmente hiciéramos por apenas unos minutos un viaje en el tiempo, el director nos ofrece un relato completo de lo que fue y de lo que faltó, de la difícil que es crecer y romper, de la trabajosa tarea de convivir en armonía a partir de las diferencias. De lo complicado que es, desde un útero compartido (en este caso, la madre ya no está pero no ha dejado de estar), crecer hacia universos diferentes. En fin, un retrato emocionado y emocionante sobre ese trabajo de orfebrería, siempre a punto de quebrarse, que es la familia. Un lugar también de egoísmos, envidias y competiciones, de hermandades frágiles, de abrazos por dar. Unas experiencias que hoy se vuelven más retorcidas porque nos hemos dado unas vidas que son incompatibles con los tiempos del cuidado.
La casa, que a veces te lleva a unas lágrimas sanadoras, de esas que tienen que ver con los nudos que el propio espectador no ha conseguido deshacer con respecto a sí mismo y su familia, es al fin una película sobre las múltiples aristas que supone conjugar en todos sus tiempos el verbo cuidar. De ahí que nos hable sobre la paciencia, sobre la escucha, sobre la empatía, sobre otra manera de entender el tiempo que poco o nada tiene que ver con la que hoy nos están volviendo locos. El tiempo de los huertos, de los pasos lentos del viejo, de los aprendizajes de una niña, de la aventura de enamorarse. La casa como ese refugio con goteras, en el que no siempre el olor a gambas vence al de la humedad, pero en el que acabamos descubriendo el esqueleto que sostiene nuestras emociones. Ese lugar en el que, como diría Santiago Alba Rico, ponemos cuerpos a la moral, bajándola de las nubes y haciéndola terrestre. Como si la vida humana recuperara el valor de los injertos, el frescor de las naranjas y el poder de las manos para construir y tocar(nos).
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