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Sobre este blog

Cordobés como el pego, nací en plena Guerra Fría y crecí durante la Paz Caliente. En 1985 vine al mundo un día después de San Valentín. Fue un mal presagio pues el amor poco me ha querido. Quizá fue porque llegué tarde. De pequeño jugaba a ser periodista y de mayor sigo con la tontería. Ahora paso también el tiempo confundido: me consideran millennial y a la vez, viejuno. Me gusta todo lo que a cualquier individuo de un siglo anterior al XXI. Desde hace unos años me soportan en CORDÓPOLIS y a partir de este momento aparezco por aquí sin saber muy bien qué contar. Por cierto, me hago llamar Rafa Ávalos y mi única idea es escribir lo que me salga del… alma.

El mayúsculo engaño de la Covid-19

Orson Welles narra la falsa pandemia de Covid-19.

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Si me lee, por favor, siga una recomendación: no crea nada de lo que le cuentan. Vive el mundo en una mentira sin parangón. Más de un año dura el engaño. Por si no fuera poco, la falsedad es una artimaña para una estafa descomunal. Unos cuantos quieren enriquecerse a costa de todos los demás. Lo que es la vida misma desde la noche de los tiempos. Y además, es una certeza esto, pretenden controlar a la sociedad gracias a la tecnología. Hablan de vacunas después de inventarse un bicho. No es necesaria ninguna inyección porque no existe enfermedad alguna. Abra los ojos: la Covid-19 es un engaño mayúsculo, probablemente el mayor de la historia desde que intentaron la estratagema del hombre en la luna. Todo el mundo sabe que Neil Armstromg rodó las imágenes en un estudio de Los Ángeles. Con ese cuento vayan a otros.

La verdad es que nunca puede uno confiar en la verdad. Básicamente porque está creada por los poderes ocultos, la gente que toma té y pastas en el Club Bilderberg y también los reptilianos -que son lagartos que se hacen pasar por personas, como en V-, para generar una realidad interesada. Si piensa lo contrario, escuche o lea a Iker Jiménez, que sabe un rato de conspiraciones y misterios sin resolver. Recuerde que investiga lo paranormal, que es distinto a lo anormal. Quien es capaz de encontrar fantasmas, de percibirlos e incluso de oírles expresarse no puede estar equivocado. También está la opción, en el caso concreto, de Miguel Bosé y el reducido grupúsculo de buscadores de la certeza. Por desgracia le perdimos como intérprete de temas extraordinarios, al alcance de muy pocos o casi nadie, como Bambú -“y mientras que ella plancha el corazón, yo le doy bambú, turap tuhe, oh yeah”, ahí lo llevas Serrat- pero le ganamos en la batalla contra la dictadura política (¿?).

Tanta historia con la Covid-19 y es todo como el caso Roswell. Bueno, lo segundo sí es cierto. ¿Por qué no iba a serlo que un platillo volante se estrelló y después hicieron la autopsia a alienígenas? En fin, cada cual con lo que quiera creer o no. Pero el bicho es un invento. No existe… aunque durante poco más de un año haya matado a más de dos millones y medio de personas en todo el orbe. Por mucho que haya contagiado a más de 121 millones de individuos en el planeta, no es real. ¿Qué coño va a haber un virus nuevo que destroza la normalidad del ser humano? La tragedia española de las residencias de ancianos tampoco es óbice para pensar que todo lo que nos dicen es veraz. Al fin y al cabo, los viejos se mueren por viejos. ¿Es ley de vida, no? Para colmo, ahora quieren pincharnos a todos con el deseo de implantarnos chips de alta tecnología. Probablemente importados de Venus y para beneficio de Bill Gates, reconocido humanoide del espacio exterior.

El ser humano es capaz de creer en una guerra entre mundos pero no que la naturaleza responde a los agravios.

Es lamentable que caigamos en la trampa. O más bien, es penoso que alrededor de la civilización tengamos satélites peligrosos. Porque llamar a la rebelión contra el uso de la mascarilla, por ejemplo, no sólo es un atentado contra la inteligencia sino contra la salud pública. Y lo hemos escuchado, e incluso visto en manifestaciones que bien se podrían incluir en una comedia absurda de Blake Edwards -si viviera-. Durante más de 365 días hemos tenido que soportar a irresponsables en las instituciones -lo vemos más si cabe en la actualidad, con pugnas partidistas mientras lo relevante queda en un tercer plano que ni segundo siquiera-, a majaderos convertidos en sabios -o eso es lo que ellos piensan- en la comodidad de lo virtual o a gente que aún piensa que la Tierra es plana. Y que el universo gira en torno a ella, hecha folio, por supuesto.

La Covid-19, por desgracia, está entre nosotros. Vino para quedarse y a su asquerosa compañía nos tenemos que adaptar. En España, sin ir más lejos, se infectaron ya más de tres millones de personas y murieron más de 72.000. Por cierto, que en la nación que es “una, grande y libre” la pandemia es un virus chino, que lo desveló Trump y a él como al primo de Rajoy hay que hacerle caso, pero los cadáveres son muchos más de los que dicen. A Santiago Abascal le sirve aquello de “todo es falso, salvo algunas cosas” de Mariano. El sí pero no de la política española, que en su día celebró como si fuera un triunfo el montaje de un hospital de campaña en IFEMA (Institución Ferial de Madrid) cuando en realidad era el reflejo de uno de los fracasos más dolorosos del país. Hay que recordar que esa instalación de emergencia fue necesaria por el compadreo privatizador de Esperanza Aguirre en la única comunidad que verdaderamente importa -es Madrid, provinciano ignorante- y el desguace de la sanidad pública, que bordeó el colapso. Esto último, por cierto, en todo el territorio patrio y no sólo donde el flato de una mosca es más significativo que una noche toledana de tropecientos terremotos en Granada. Aquella victoria fue de los sanitarios que se situaron más en primera línea si cabe, no de los gobernantes.

Perdón por el rodeo, a lo que íbamos. La Covid-19 destrozó vidas y cambió de pleno nuestra forma de existir. No es una mentira. Más incierto considero, por no aseverar que veo más factible que por el mar corran las liebres y por el monte las sardinas, que la sociedad salga mejor de ésta. “Saldremos mejores”, nos quisimos convencer. Ésta sí es la gran falacia de un planeta que está enfermo, incrédulo ante lo creíble y crédulo ante lo increíble; poco solidario y menos honrado; escasamente atento a las lecciones e inútil para no repetir errores. Resulta que el ser humano es capaz de creer en una guerra entre mundos, la narrada por Orson Welles, pero no que la naturaleza, más erudita y valiente que él, responde a los agravios. El que quiera saber, de veras, que vaya a un hospital cualquiera; que hable con médicos y enfermeros -sin género-; que se acerque a quien haya perdido a un familiar, o a dos e incluso a tres. El engaño no es el coronavirus. El engaño somos nosotros mismos.

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Cordobés como el pego, nací en plena Guerra Fría y crecí durante la Paz Caliente. En 1985 vine al mundo un día después de San Valentín. Fue un mal presagio pues el amor poco me ha querido. Quizá fue porque llegué tarde. De pequeño jugaba a ser periodista y de mayor sigo con la tontería. Ahora paso también el tiempo confundido: me consideran millennial y a la vez, viejuno. Me gusta todo lo que a cualquier individuo de un siglo anterior al XXI. Desde hace unos años me soportan en CORDÓPOLIS y a partir de este momento aparezco por aquí sin saber muy bien qué contar. Por cierto, me hago llamar Rafa Ávalos y mi única idea es escribir lo que me salga del… alma.

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