Perritos calientes en los confines del mundo

Llevamos toda la vida aquí
Me crié en un barrio de Córdoba cuyo nombre no elegí: Los Apóstoles. Era un conjunto de bloques en forma de equis organizados alrededor de un gran patio interior. Cada uno de ellos estaba jalonado por un pequeño jardincito en la puerta principal. Vivíamos entonces en el límite oriental de la ciudad. Más allá se extendía un mar de huertas y vaquerías, que fueron desapareciendo una tras otra a medida que Córdoba crecía imparable. Vi levantarse la Avenida de Carlos III y la barriada de Fátima entre montones de tierra y explanadas para jugar a la pelota.
La calle era un universo propio. Un espacio excitante abarrotado de chavales en aquellas tardes eternas de Sevilla eléctrica y mosca-que-el-culo-te-cosca. Muchos de vosotros sabréis de qué hablo. Entonces los niños vivían en la calle. Cazaban lagartijas, fabricaban tirachinas y organizaban los equipos de fútbol sin la mirada sobreprotectora de los padres de hoy.
Empezamos a hacernos mayores cuando cruzamos la frontera del Alpargate y enfilamos la calle María Auxiliadora en dirección al centro urbano. A la altura de San Lorenzo había un salón recreativo. Mesas de billar, tableros de pimpón y futbolines de madera, que ríase usted de los cañitos de Lamine Yamal. Algunos domingos remontábamos el Realejo y nos deteníamos en una pastelería cuyo nombre no recuerdo. Allí nos gastábamos las pocas pesetas del bolsillo en un negrito con crema o en un hojaldre de merengue.
Poco después dimos el salto al centro. Fue un paso estratosférico en la escala de nuestro microcosmos. Traspasamos los confines del mundo y accedimos a un territorio donde la gente iba peinadita por las aceras y la rebequita echada al hombro. Los pijos vestían abrigos Loden y portaban cazadoras Graham Hill, que despedían aquellos reflejos horteras que poco después puso de moda John Travolta y Olivia Newton Jones.
Fue entonces cuando se nos apareció el Bar Lucas y sus perritos calientes. Ya llegar a la Plaza de Ramón y Cajal era toda una hazaña plagada de aventuras urbanas. A esas alturas de la película no nos quedaba un maldito céntimo en la cartera. Pero nos conformábamos con planchar la cara en el cristal para ver cómo el camarero clavaba los bollos de pan en los pinchos calientes, los rociaba con tomate y mostaza, y los servía en una servilleta de papel.
La semana pasada el Bar Lucas echó la persiana después de la tira de años. “Llevamos toda la vida aquí”, declaró medio compungido su propietario. Y oiga: doy fe de ello. Aún tengo fresco en la memoria aquellas tardes de domingo cuando atravesaba los confines del mundo para estampar mis pupilas en aquel espectáculo prodigioso de los perritos calientes con tomate y mostaza.
0