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Érase una vez Cerro Muriano...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez un pequeño constructor de cabañas nacido en la mitad de Cerro Muriano que pertenece al municipio de Obejo, que no a la barriada propiamente de Cerro Muriano. Era conocido con el nombre de Rafa, y hoy en día por “quién me ha visto y quién me ve”, y ésta es su peculiar historia vivida, casi toda fuera, a caballo entre el pueblo y la ciudad.

Para las cabañas, su camarilla y él acarreaban palos durante una semana y pico, tomaban prestados los martillos de las abuelas, las puntillas, y montaban su cabañón. Una vez terminada, ¿qué más podían hacer? Entraban, colocaban algunos trastos, se sentaban en el suelo, comentaban el buen trabajo que habían realizado entre todos y “¡qué aburrimiento!”, la tiraban y a montar otra.

De muy niño, ya casi ni lo recuerda, lo matricularon en una guardería dirigida por monjas y en la que estudiaban niños y niñas internos, de todas las edades, de padres drogodependientes y cosas así. Él iba y venía, comía con ellos, las monjas le tiraban de las patillas, le hacían la moto con las orejas, brrrrumm, brrrrumm. La primaria, sin embargo, la estudió en un centro de Córdoba, así que entre semana estaba en la ciudad y los fines de semana disfrutaba del pueblo. Hasta que entró en B.U.P. y la edad le permitió subir y bajar cada día.

Esta peculiaridad marcó su forma de relacionarse con los amigos: amigos de entre semana y amigos de fin de semana. En el pueblo eran muy pocos los de su edad, tres o cuatro chicas, el resto, o mayores o pequeños, y él se juntaba siempre con los pequeñitos.

Su infancia en el pueblo la pasó fenomenal: tenía espacio para correr, para coger la bicicleta sin coches, para buscar alúas en pandilla o para ir de perol al campo, “y tu madre te hacía con la mano porque te veía desde la casa, porque dabas un paso y ya pisabas campo”, y se bañaba en el pantano, “aunque estaba prohibido”, y jugaba con la pelota enfrente de su casa, al resconder, a pillar, “a lo que tú quisieras”, con mucha más libertad en los juegos, porque al criarse todos en casas, “abrías la puerta de la casa y ya estabas en la calle”. Sin embrago, algunas aventuras, por no estar presente en Cerro Muriano durante toda la semana, se las perdía: visitar las siete cuevas, por ejemplo.

Lo que más gustaba a estos chiquillos eran los palos. En la candelaria, ooootra vez a acarrearlos, ¡y de qué manera! Montaban un cerro que a ellos les parecía que rozase el cielo. Salían los vecinos, los padres de todos y asaban choricito y otras cosas ricas. ¿El momento más mágico? Cuando los padres de todos los amigos se juntaban y cantaban o contaban historias y otras tonterías. Vamos, nada alejado de lo que ellos mismos inventaban en sus juegos. “Oy, mi padre cantando”, el momento de la sorpresa, de la cercanía, de la admiración desde los siete u ocho años.

Una base militar tan cerca de Cerro Muriano, por supuesto, no podía dejarlos indiferentes. En la época que él vivió ya había autobuses que bajaban a la ciudad y los soldados no tenían que pernoctar allí. Se desplazaban a Córdoba porque los del pueblo les subían pícaramente los precios. Recuerda algunas movidas “con el rollo de las nenas” pero desde su filtro de niño. De adolescente trabajó en la cantina de los militares algunos veranos. Llegaban todos al mismo tiempo, “doscientos o trescientos tíos y tías al pelote”, con la misma hora de entrada y salida, con las misma ganas de desayunar. “No sé cómo allí son capaces”, sobre todo, las mujeres de la cocina, “son máquinas a la hora de memorizar”. Porque allí no se usaban papeles, todo era a base de vociferar “un bocadillo de tortilla, un bocadillo de no sé qué”, y Rafa se dedicaba solo a pedir. Presenció cosas que sólo en la cantina de un cuartel militar pueden presenciarse: “a un soldado beberse una lata de cerveza en tres o cuatro segundos y preguntarse cómo ha sido capaz el tío”.

Por ellos era la Romería de la Virgen de Santa Bárbara, patrona de los militares. “Allí nadie cree en Dios o esa es mi sensación”, pero a todo el mundo le gustan los peroles. En la Romería, la gente exclamaba: “sí, la Virgen, la Virgen, y y y...”, pero solo la subían unos cuantos y el resto “a su perol”. En los llanos no cabía ni un alfiler.

Siente que su adolescencia en Cerro Muriano fue difícil, pobre y aburrida. El Muriano le enseñó a beber muy pronto, a fumar, nada bueno, “pero es lo que me enseñó” y el lema que si no bebes, no te los pasas bien. “Por no haber no había ni mujeres”, se lamenta. Ahora han hecho un polideportivo y también una piscina, y parece que han abierto los deportes a las chicas, ya que antes el fútbol estaba reservado a los chavales.

“Aquello es como un submundo, una burbuja en la que entras y es muy complicado salir porque se crea una especie de Gran Hermano”. La gente de allí se crea una fuerza y son importantes en el pueblo pero, a algunos de ellos, si los sacas del mismo, se convierten en uno más y les cuesta relacionarse en el resto, han perdido su rol.

Cuando sea mayor, e incluso a día de hoy, si tuviese un trabajo, a Rafa no le importaría vivir en Cerro Muriano. Quién pudiera volver al no hacer nada con los colegas sentado en un parque o tirado en el mismo campo, no molestar a nadie ni que nadie te moleste a ti, después de coger níscalos o espárragos. Y recuperar el mejor remedio contra el cabreo: salir al campo y liarse a pegar voces, porque “en Córdoba si haces eso te llaman loco, aquí también pero no te ven”. Y desde el mirador de la Ermita, con el olor de los pinos, vislumbrar los fuegos de la Feria de Córdoba, por ejemplo, libre, como un pájaro que liberaron de un pisojaula en una calle de Córdoba.

Pincha, escucha, sufre y sorpréndete con La romería que casi acaba en tragedia, quien te ha visto y quien te ve

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