Érase una vez Fuente Obejuna...
Érase una vez “la rubilla del Cano”, érase una vez un rabo de lagartija, érase la mellariense más noble, ingenua y traviesa de toda Fuente Obejuna, érase una vez Mari. Mari tenía tres hermanos y, aunque todos eran muy buenos, no se sabe cómo, cuando menos acordaban, estaban metidos en un lío de aquí te espero.
En el camino de casa al colegio y del colegio a casa podía ocurrir de todo, siempre había algo que los entretenía. En el pueblo había dos colegios y, como ambos estaban alejados de su casa, el total de los niños del barrio se reunían para ir juntos. Solían cruzarse con agricultores que descargaban la mercancía, por ejemplo, al tío Coñón. El tío Coñón, que en realidad se llamaba Antonio, llenaba su tractor de nabos, y ellos se subían en lo alto para comérselos, “que no nos gustaban ni nada” y cuando el hombre los pillaba y les llamaba la atención, salían todos pitando porque también él salía corriendo tras ellos. De modo que llegaban pronto al colegio, “pero porque íbamos todo el camino corriendo, asustados toda la tarde”, pensando que el hombre iba a ir a buscarlos al colegio. A las cinco, cuando salían de la escuela, paraban para subirse en un carro de los que llevaban las yuntas, “y nos subíamos y nos paseábamos, nos balanceábamos” hasta que alguno se accidentaba porque le pillaba el carro debajo. Cuando llegaban a la casa, tocaba merendar, hacer las tareas “que terminábamos a las tantas porque estábamos más pendientes de salirnos a la calle”, un baño, la cena y a acortarse hasta el día siguiente.
Mari y sus hermanos jugaban mucho en la calle, “también en el patio”, pero siempre al aire libre. Cualquier cosa les venía bien: las muñecas y las piedras. Detrás de su casa, que estaba en la entrada del pueblo, y desde donde se veía la ermita, había un corralón, una casa señorial abandonada, en ruinas, que era el lugar preferido de todos los niños.
La amiga más mejor amiga de Mari era Chari, siempre estaban juntas. Las hermanas de Chari eran mucho mayores y vivían en Reus. Cuando se enteraban de que iban de visita al pueblo, ¡¡era una fiesta!! Le traían barbies, y Mari sólo tenían Nancys, así que ¡vaya novedad! Solo una cosa le pesa de su amistad y es un enfado que las separó durante la adolescencia. Chari riñó con la hermana de Mari y ésta salió a defender a la de su sangre. Mira que Chari se disculpó y todo, pero el orgullo pudo sobre la nobleza de aquella y no la perdonó, “eso no me lo perdono yo tampoco”, dice Mari ahora. Ahora se llevan estupendamente, y se quieren mucho, y recuerdan la historia con risas.
Durante la adolescencia se juntaban cuatro amigas, hasta que empezaron a echarse novio y casarse, la primera con dieciocho, la segunda con diecinueve y Mari, la última, con veintiuno. Lo pasaban muy bien: si no había una fiesta, la inventaban. En Navidad aprovechaban: la Nochebuena, la Navidad, la Nochevieja, el Año Nuevo y los Reyes. Recuerda sobre todo con cariño el día de Reyes. “Los Reyes Magos” ponían todos los juguetes de la casa, los viejos y los nuevos, “para que el escenario estuviese muy vistoso”. A ellos les hacía ilusión esconderse debajo de la mesa para ver si pillaban a su madre... ejem... ustedes saben a lo que me refiero, no vaya a estar leyendo algún niño y le descubramos el invento, ya cuando sospechaban algo, o cuando sus hermanos le dijeron..., “yo no me lo creía”. La madre se daba cuenta y les apagaba la luz o los asustaba para que se fuesen a dormir.
En Semana Santa, el domingo de Resurrección, asistían al revoloteo de bandera. Las personas mayores, hombres grandotes y fuertes, se encargaban de revolotearla, “porque las banderas eran enormes, había tres o cuatro”, y los socios de las hermandades de la Semana Santa decidían quién era el ganador. Ponían como unas tracas, pasado el domingo, y cuando éstas reventaban caían juguetes, y allí se mataban por coger “nada, a lo mejor una pelotita o cualquier historia”.
Las excursiones al campo eran casi diarias: buscaban setas y hongos. Con las primeras aguas se metían en las huertas, hasta el fango, si la tierra estaba mojada. Con las bicicletas, “ya grandecitas”, visitaban unas minas cuyo acceso estaba prohibido, “porque tenían mucho peligro”, con gran cantidad de galerías y pozos, “íbamos a trastear”. En una ocasión, un grupo de quince o dieciséis nenes y nenas, se acercaron a la Mina de la Porcelana. Mientras unos bebían esto y lo otro, el resto entró en la mina con una linterna. Buscaban murciélagos en las galerías, “el trasteo”, pero cuando Mari miró hacia atrás y vio dónde estaba, ella que tenía claustrofobia, y todo lo que habían andado, salió corriendo porque se ahogaba. A los dos o tres días siguientes su padre dijo en casa: “pues me ha dicho fulanito de copas, que la mina de la porcelana se ha hundido”. Casi le da a Mari un patatús, pensar que por apenas dos días les podía haber caído encima a ellos.
Los pozos eran también víctimas de su entretenimiento e imprudencia: asomarse a ellos y saltarlos, chiquitos, redonditos y con brocal, que es la pared que los rodea, bajitos y de piedra, con un diámetro de metro y medio o dos metros. En casa de una amiga ya le tenían cogida la triquiñuela, “no nos llegó a pasar nada porque Dios no quiso”.
Antes parían las gatas y las tiraban donde cayeran. La casa abandonada donde jugaban, la casa de Adelita, “que le dicen”, tenía una arboleda muy grande. Era un recinto cerrado con adobe ya caído, un tronco seco cruzaba el centro del pozo y la casa. Ellos pensaban que para que los gatitos que se encontraban vivos o recién paridos de las gatas no sufrieran, lo mejor era liarlos en un trapo y lanzarlos al pozo, “hondísimo”. Aquel día que nunca olvidará, le tocó a ella subir al árbol. Cuando empezó a subir apareció su madre: “Mari, bájate que vamos a ir a casa de la tía y no sé qué, bájate que tengo prisa”, se lo decía despacio para que no se cayera. Conforme bajó, le pegó tal somanta que cuando la recuerda se le pone hasta mala cara, “no tengo trauma, pero no se me va a olvidar en la vida”.
Lo que más motivaba a Mari era que le dijesen lo bien que hacía las cosas de mayores. Mientras su madre hacía la compra, ella limpiaba la casa. Con diez años Mari quería ir a comprar, “como mi amiga Chari, que iba a la plaza con el carro y al médico a por las recetas del padre”, y su madre: “pero si ahora no necesito ninguna receta”. Tal era su insistencia que finalmente le preparaba varios cartones. Pedía número, agarraba el carrito y su lista de la compra y: “¿detrás de quién vamos?”, “buenos días, buenos días, don Teodoro”, “mire, que venía a que me recetara esto o lo otro”. Eso de llegar con sus mandados y sus recetas, eso de que visitar al médico, eso de que “yo había hecho cosas que hacían los mayores”, era su mayor ilusión.
¡Cómo han cambiado los tiempos! A Mari le hubiera gustado que sus hijas también disfrutasen de la libertad de los juegos del pueblo, “lo que yo disfruté”, nunca tuvo un momento de aburrimiento, jugaba con lo que hubiese en ese momento, “¡¡hasta con las pinzas de la ropa!!”.
Pero lo que más le gustaría a Mari es recuperar la bonita plaza del pueblo, a la que hace unos años obraron y convirtieron en una plaza moderna: toda descubierta, su banco ruso de azulejos, sus escaleras de piedras y chinos, la escalinata y la barandilla de piedra como abalaustrada y la enorme escalera. Tantos momentos en esa plaza, tantos recuerdos en sus bancos, y desde arriba la torre, la plaza de abastos, la iglesia coronando el otro lado del pueblo... y su memoria.
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