Érase una vez Santa Cruz...
Érase una vez un niño con la mirada llena de timidez y la cabeza repleta de ideas. Su nombre era Fernando y vivía en un pueblecito de Córdoba, técnicamente una barriada, llamado Santa Cruz. No siempre fue así; a la barriada, me refiero. Hace ya unos cuantos años, no demasiados, siendo Fernando niño, la barriada pertenecía al municipio de Montilla pero, tras votación popular, los santacruceños decidieron pertenecer a la capital de la provincia. Los adultos estaban entusiasmados, “ostras, vamos a pertenecer a Córdoba”. Sin embargo, el clamor se desvaneció pronto. El sistema de autobuses, que debía instaurarse como el de cualquier otra barriada, se rigió como el de un pueblo, y esto dificultaba las comunicaciones.
Hasta los diez u once años que vivió en Santa Cruz, a Fernando la vida le resultó cómoda y confortable. Normalmente pasaba mucho tiempo en casa con sus tres hermanas, pero, sobre todo, con la que se llevaba tan solo dos o tres años, que era la sombra la otra del uno y el uno la de la otra. Después crecieron y las niñas se distanciaron para relacionarse más entre ellas. Recuerda Fernando un acontecimiento que marcó ese antes y después. En aquella época sus padres tenían una casa muy grande y el patio era la zona de juegos preferida. Allí jugaban, se peleaban, ellas lo disfrazaban de niña, “las cosas que hacen tus hermanas”, y así. Él las chinchaba, a cada una por separado, “porque era bruto y les podía”.
Un día que se quedaron los cuatro solos en casa y las hermanas aprovecharon el momento sin padres: acorralamiento, inmovilización y... ¡¡guerra de cosquillas!! Al final cumplieron su objetivo y Fernando se rindió con un “puedo prometer y prometo que no os chincho más”. Y como si nada, como cada tarde, su sombra y él subieron una vez más a la plaza del pueblo, que en aquel entonces tenía mucha actividad, y jugaron a matar y a las cuatro esquinas, “ese juego no recuerdo bien cómo era”.
En Santa Cruz había muy pocos niños, “de mi edad solo cuatro”, y uno de ellos apenas aparecía por clase. Provenía de una familia de tradición, ejem, “alegre”, con dieciséis hermanos y, al parecer, prefería su nave y a sus hermanos o las motos a asistir a clase. Sólo de vez en cuando iba el director a buscarlo. Los otros dos eran Antonio el malo y Antonio el bueno, el primero se portaba peor y el segundo era el bueno. De todos modos, Fernando solía relacionarse más con las niñas, entre otros motivos, porque arrasaban en número. Sólo fue casi al final de su estancia allí que empezó a juntarse con Antonio el bueno, “hacíamos trabajos para el colegio”. Vamos, que Fernando pasaba de líos.
Su única pero mítica trastada con los niños la llamaban La Ruta del Correctivo. Consistía en coger piedras y recorrer el pueblo lanzándolas a las casas de los que ellos consideraban más personajes. El más divertido era uno que vivía en una cochera con su bota de vino. Estaba separado “o divorciado” y, claro, “eso en el pueblo no pasaba”. Cuando golpeaban su puerta, él respondía: “Ahhhh, me habéis dado, pues ahora voy a contestar yo más fuerte”. El hombre cogía un palo y apaleaba su propia cochera enérgicamente mientras gritaba: “Mirad, yo soy más fuerte”. Cuando se cansaba, ellos seguían el recorrido golpeando las casas de los tres o cuatro más que les parecían personajes.
Fernando recuerda que algunos niños hacían chozas en el campo. Él nunca tuvo una porque, como decía, no se juntaba mucho con los niños. Un día, unos cuantos le dijeron: “hemos hecho una pandilla y montado una choza”. Así que fue a visitarla, “una vez la vi me pareció grandísima”. La montaron en el campo, en un almacén propiedad del tío de Fernando, que tenía una empresa constructora. Allí se amontonaban un montón de cajas y a uno se le ocurrió empezar a hacer huecos en las mismas. Dentro de la choza prendían fuegos, hasta que un día el fuego se disparó y ardieron todas las cajas de madera, “yo no fui partícipe de la trastada”, se disculpa, “solo pasé por allí un par de veces, ¡era espectacular!, tenía habitaciones y todo”, queda pensativo e insiste nostálgico y admirado: “¡espectacular!”.
La mejor fiesta, la Navidad y, sobre todo, la Noche Vieja. En cuarto o quinto de EGB ya hizo su primera celebración entre amigos. Comenzaban un día antes porque tenían que preparar la casa o la cochera, comprar la comida y bebida, “pero sin alcohol”. El primer año fue en la cochera de un niño un año más pequeño que él y empezaron los arreglos ¡una semana antes! Digamos que de noche de Noche Vieja, nada, más bien semana de Noche Vieja. A la fiesta se unía la madre del dueño de la casa, claro. La fiesta consistía en darse un paseo por el resto de fiestas, luego volvías a la tuya, volvías a dar un paseo, volvías a tu fiesta, si había fuego estabas alrededor de la candela, el que había empezado a fumar se fumaba un cigarro, y así hasta que amanecía.
La romería también estaba en el top de fiestas populares. Se desarrollaba en el puente antiguo, el que pasa por las cercanías del pueblo. Fernando conserva una foto de entonces en la romería, la recuerda y esboza una sonrisa. Las niñas se vestían de flamencas y lo que se llevaba era pasar el día en el campo: los adultos con los adultos y los niños con los niños. Éstos buscaban espacios recónditos a ojos de los mayores. En una ocasión encontraron un sitio “muy chulo”, aquello estaba lleno de vegetación, pero lo limpiaron pacientemente. ¿Qué pasó? Un grupo de niños más grandes los desterró de aquel lugar, “pero encontramos otro y nos lo pasamos muy bien también”.
Si piensa en aquellos años en su pueblo, no puede evitar acordarse de los personajes entrañables. Recuerda a Paco Cano, que tenía una tienda y una vez lo entrevistaron para la revista del pueblo, “nos encantaban sus historietas de cómo mató a cien lobos o cuando se cayó al pozo... veía que despertaba la atención y exageraba para nosotros, ¡decía del gran eclipse que era un hombre!”. Se acuerda del “Chala”, que decían que estaba chalado pero era muy inteligente. Se rumoreaba que construyó una avioneta y un televisor. En una ocasión, adolescente Fernando, “yo tendría unos quince años”, el Chala se compró un libro de MS2 o no sé qué, y en la discoteca del pueblo le dijo: “Fernando, he descubierto por fin que todo son ceros y unos, todo son ceros y unos”. El pobre Chala se suicidó, “una persona especial y con una mente tan creativa frustrado por las acotaciones que le da el pueblo”.
Muy pequeño, con unos diez años su familia se trasladó a Córdoba para que tanto él como sus hermanas pudiesen continuar sus estudios. Su llegada a Córdoba fue como la llegada también de todos sus amigos puesto que regresaba cada fin de semana a Santa Cruz con la mochila repleta de música o revistas de la tienda TIPO. Así, si ellos iban a Córdoba la podían comprar, “de otro modo no podían”.
Al principio lo que más echaba de menos era la sensación de pertenencia. La familiaridad de las calles, salir de casa y que todo el mundo le conociese, tenía una identidad pero en Córdoba casi se convirtió en “miedo”. Un lugar más grande donde nada le pertenecía ni a nada pertenecía.
Ahora, sin embargo, añora la naturaleza y la tranquilidad. Quizás disfrute esa situación inversa de conocimiento con su pequeño, que sea él quien descubra en Santa Cruz los valores evidentes de sosiego y vegetación que Córdoba no le puede aportar. Y los imagino a los tres -Fernando, Sure, María José- bajo la luz tenue de la tarde, conociendo los pequeños rincones, “ahí papá montaba su romería”, compartiendo los juegos, “¿de verdad no recuerdas el de las cuatro esquinas?”, mimetizándose en los acentos, incluso, fugazmente.
Pincha y escucha el descubrimiento de Fernando, el primer ordenador
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