Margot Aurora
Mujer maquillada
, Dona vermella, Figura de mujer, Prostituta, con la mano en el hombro y, por fin, La espera (Margot). La lista de títulos con la que se ha bautizado a lo largo de su historia al óleo pintado por Pablo Picasso en 1901 que estos días sirve de cartel a la exposición del Museo Thyssen acerca de la influencia que Touluse Lautrec tuvo sobre el malagueño no hace sino confirmar la irrelevancia que para el arte tiene el objeto representado. Lo que cuenta es el concepto, la esencia. Intentar entender quién fue aquella mujer es vulgarizar la obra hasta el extremo de hacer desaparecer su verdadera naturaleza. En La espera, Margot no pinta nada. Lo extraordinario es el trazo del incontinente creador que fue Picasso, la influencia que en aquel cartón tuvieron el sátiro Lautrec o el atormentado Van Gogh.
Preguntarse quién fue la mujer que posó para el pintor es una vulgaridad fuera de lugar y una actitud propia de personas incapaces de entender la profundidad del acto creativo. Y esa soy yo. Una insignificante espectadora que ayer pasó más de quince minutos delante de su retrato intentando devolverle su verdadera identidad. Porque esa figura vermella fue Aurora antes que Margot. Lo fue hasta que llegué a la adolescencia y entendí que el cuadro que presidía el salón en casa de mis primos no era un autorretrato de mi tía Aurora, una artista atrapada en la vida de un ama de casa que robaba tiempo para la pintura o la cerámica y creaba obras tan coloristas como la Dona que tanto enorgullece al Museo Picasso de Barcelona.
A pesar de creerla una pariente cercana, su presencia me turbaba de alguna forma que conseguía alejar su familiaridad. Aquella mirada, el sombrero y su postura me parecían demasiado atrevidos para mi tía y, sin embargo, estaba convencida de que eran esos elementos los que dotaban a la madre de mis primos de un halo de misterio cautivador. Hay que ser una mujer valiente para vestirse así, para mirar y para posar con semejante descaro. Ayer, en el museo madrileño la mismísima Margot me lo confirmó.
Colgada de la misma pared que otras muchas mujeres retratadas por Toulouse Lautrec y Picasso –algunas en posturas y con atuendos que revelan su condición de objetos sexuales de una manera infinitamente más evidente- sólo ella espera con condescendencia y abotonada hasta el cuello a que alguien con más sensibilidad que esta bruta que escribe sea capaz de entender su verdadera esencia.
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