Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Los jartibles optimistas
Cada mañana desde que nos desconfinaron, llueva, truene o las calles se derritan como corresponde a estas tierras, el dueño de la agencia de viajes que linda con mi portal abre su local y se sienta a esperar clientes. Ni los cierres perimetrales ni la determinación con la que se han diseñado las restricciones de movilidad han torcido su voluntad de sobrevivir. A mí, su gesto me parece una prueba irrefutable de que la pandemia no ha logrado extinguir a los optimistas. Y eso es algo que agradezco cada día cuando le oigo levantar su persiana y le veo sentado solo en el mostrador a través de los carteles de ofertas de viajes a la playa. Porque, por supuesto, a la agencia no entra un alma y él pasa el día solo. Su heroicidad me permite pensar que no todo está perdido y que cuando llegue la próxima pandemia los optimistas seguirán ahí.
No son pocos. Sólo hay que estar atenta para identificarlos. El martes me crucé con otra. Debía rozar los 80 y andaba con esos pasitos cortos que dan las que ya no tienen prisa, pero siguen pisando firme para evitar caídas. Entró a la carnicería justo detrás mía y se detuvo ante el expositor. Me hizo ver que comprar un buen trozo de tocino ibérico ayuda a entender mejor este nuevo orden mundial y que sus arterias sabrán entenderlo y aceptarlo. La vida en pandemia con una buena dosis de grasa pasa mejor. A su edad, eso es optimismo.
A ratos dudo sobre si el ánimo de este tipo de personas pueda ser ingenuidad, pero se me pasa rápido. Este mes no hay forma de esquivarlos. Es carnaval y todavía los hay que se han enfundado en sus disfraces para salir a la calle o al menos para ponerse delante de las pantallas. ¡Bendito tik tok! Sólo me pregunto qué será de ellos cuando se metan de lleno en la Cuaresma y toque recogimiento hasta el desaparrame propio de las romerías y fiestas de primavera. Hoy, si la vida fuera como la conocimos, las calles de Cádiz estarían celebrando lo que llaman “Lunes de los jartibles”, un día de cante en las calles sólo para los que no tienen hartazgo (hatura, jartura en andaluz). Una concentración de optimistas sin equivalente en ningún otro lugar del mundo.
Hay corrientes de la psicología que defienden el optimismo como un mecanismo adaptativo. Llevada al extremo, esas propuestas sobre el pensamiento positivo han devenido en una religión de lo naif en la que Mr Wonderful es su profeta. Pero sin llegar a esos abominables extremos, en estos momentos, los optimistas han dejado de ser realistas mal informados porque en esta pandemia no hay forma humana de escapar de la información. Los optimistas son la única esperanza de supervivencia. Así que no hay más que cuidarlos, aunque sea a base de tocino de veta.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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