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Incontinencia emocional

Elena Lázaro

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Para quienes padecemos de incontinencia verbal y soportamos desde nuestra más tierna infancia una tendencia enfermiza a ponernos en pelotas cada vez que hablamos de nuestras emociones las redes sociales se han convertido en un arma de aniquilación total. Si nos quedaba un poco de dignidad, no se preocupen que con una pizca de Facebook y un par de tuits ya acabamos con ella y nos dejamos caer al barro del exhibicionismo sentimental.

En este genotipo resulta imposible encontrar ejemplo alguno de autocontrol, aunque, eso sí, somos gente bienintencionada. Nunca tenemos el propósito de desnudarnos. A menudo -la frecuencia varía según la estación de año y lo cerca que se esté del abismo- llenamos nuestra agenda de buenos propósitos. No lo volveré a hacer es el mantra que repetimos insaciablemente hasta que la úlcera está a punto de estallar y volvemos a recaer. Una canción moña en el timeline, una foto en el muro y lo peor: un mensaje en whatsapp. Ahí sí que ya no hay marcha atrás.

Existen terapias que ayudan a entrenar la continencia y evitan que vomitemos nuestros sentimientos poniéndolo todo perdido. Por ejemplo: abra usted un nuevo documento de texto y escriba en él todo lo que quiera publicitar. Imagine que sus palabras han quedado reproducidas en las redes o han llegado al buzón de su destinatario. Inmediatamente después, cuando haya pasado el momento de máxima tensión, destruya el documento. Repita cuantas veces sea necesario.

También existen tratamientos sustitutivos. Si quiere contarle al mundo cuánto sufre, intente reducir su universo a sus amigos. Agótelos con su palabrería y conviértalos en muro de lamentos y almohada sobre la que llorar. Hágalos mártires de su patológica propensión al despelote. De esta forma evitará escenas plenas de patetismo como verse suplicando un poco de cariño a quien ya ha decidido no dárselo.

Como remedios caseros ya les digo que uno y otro ejemplo resultan entretenidos pero absolutamente

inútiles. Háganme caso. Lo he intentado todo. He desempolvado incluso los apuntes de filosofía y he vuelto a estudiar aquello del conductismo para saber si a base de premios y castigos soy capaz de modificar mi comportamiento. Y nada.

Hace unos meses creí haber dado con la solución: usar algunos de mis post en este blog y desparramar mis emociones adjudicándoselas a otros. El uso de la tercera persona, un recurso poco original, pero, según llegué a creer, bastante útil. Sin embargo, admitámoslo, la treta ha resultado ser un poco burda.

He estado a punto de tirar la toalla y pedir a la insigne dirección de Blogópolis que me eximiera de darles la paliza cada semana. Pero hace poco más de 24 horas lo entendí. Toqué fondo y cuando estaba en la más oscura de las profundidades, un lugar al que sólo accede quien es capaz de renunciar a su orgullo para reptar ante otro, vi la luz.

No voy a dejar que la úlcera pueda más que mi exhibicionismo. Me gusta verme en pelotas y voy a pasearme sin ningún pudor por la red mientras los censores de las emociones, esos que mueren cada día un poquito conteniéndose para no mostrar un centímetro de carne, me lo permitan.

Avisados quedan.

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