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Dhafer Youssef, el derviche hipnotizador del laúd

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Manuel J. Albert

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En esencia, los derviches giran. Sus revoluciones eternas conforman un baile en el que sus tocados cónicos de vértice truncado se convierten en una suerte de antena con las que los místicos sufíes contactan con un cielo. Un firmamento al que sus faldas con forma de campana parecen elevarlos en una coreografía astral que se alimenta de una música hipnótica. No hubo ni faldas ni gorros cónicos ni peonzas humanas en la noche del lunes en el Gran Teatro. Pero sí un artista de tradición sufí capaz de hacer levitar al público presente con solo cuatro instrumentos: Dhafer Youssef, el derviche del laúd.

YousseF lleva años bailando con todo el planeta. Tunecino de nacimiento, trajo a Europa unas leyes de la música sufí tradicional que permeó en su laúd con los cánones jazzísticos. No fue algo del todo complicado. Aunque sujetos ambos universos a un pasado muy claro que delimita fronteras precisas, las filosofías de sus respectivas historias no solo comparten latitudes geográficas de origen, sino maneras de concebir el lenguaje: el concepto mismo de mezcla y de un fluido que improvisa su recorrido a medida que avanza la composición o cambia la orografía del paisaje real o figurado.

Dhafer Youssef une en sus conciertos lo mejor de cada casa en una Thermomix que deja con la boca abierta. Acompañado de las cuatro velocidades que componen él mismo, junto al piano de Aaron Parks, el bajo de Matt Brewer y la batería de Ferenc Nemeth, el tunecino creó en Córdoba una espiral ascendente de corrientes térmicas provenientes del Ecuador, el Sahel, el Sáhara y el Mediterráneo enteros.

Una espiral azotada por los virtuosos redobles que como latigazos daba Nemeth; el fondo rítmico e irredento de Brewer y el virtuosismo de los teclados de Parks. Cómplices todos ellos con Youssef, quien no dejaba de sonreír y de bailar con breves saltos que guiaban las entradas y salidas de los miembros de la banda.

Una orquestación en la que el propio solista daba vía libre al grupo para que se descarriase en perfecta armonía y orden. Algo que hacían cada vez que Youssef, a modo de señal dionisíaca, cerraba los ojos, contoneaba ligeramente las caderas y alzaba los brazos para soltarlos soltaba. Por unos segundo,el tunecino dejaba sin amo y en el aire a sus muñecas, manos y dedos en un baile breve que celebraba el duelo de escalas, ritmos, contrarritmos, entradas, salidas y demás cacofonías armonizadas de su trío de músicos. Hasta que, de repente, todos obedecían y bendecían al laúd de Youssef, como si de una batuta de director de orquesta se tratase.

Y aunque nadie girase anoche sobre el escenario, los corazones y los cerebros de muchos dieron varios tumbos, requiebros, quiebros hasta ponerse del revés en el patio de butacas. “Quédenselo todo. No dejen nada de nuestra alma. Estamos aquí para ustedes. Disfruten y llévenos con ustedes”, dijo el laudista en un breve descanso.

Y así hizo el público.

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