A Noé Garrido lo salvó una paloma. En los días más duros de su vida, cuando tuvo que mudarse del edén en el que vivió hasta los 21 años a una urbe de cemento, fue a visitarlo un ave con una pata rota. Entonces, acababa de mudarse a un piso en Sevilla. Y en la ciudad se sentía como un árbol en un alcorque. Un día, de repente, se despertó y se encontró en su cama con aquella paloma. Y la jungla de cemento se le hizo algo más amable.
Para cualquier persona, aquel despertar sería una anécdota que contar en una cena. Para Noé Garrido, fue un episodio esencial en su vida. Lo cuenta reprimiendo la risa, pero sin quitarle importancia al hecho de que, en aquel momento, en apenas unos días, había pasado de abandonar el mundo natural y salvaje que conocía desde que tuvo uso de conciencia, poblado de jabalíes y zorros que él mismo había domesticado, a vivir en un bloque de pisos.
Y estaba deprimido cuando aquella paloma se coló en su habitación, reclamando atención del mismo modo que se cuela el graznido de los flamencos en la llamada telefónica en la que Garrido le cuenta su historia a este periódico. El joven está estos días de nuevo en la Reserva Biológica de Doñana, el edén donde nació y se crió, y que tuvo que abandonar.
Aquella historia la ha narrado en El libro de Noé, publicado por la editorial cordobesa Cántico, del grupo Almuzara. Un libro que recoge el testimonio personal de uno de los últimos chavales que creció entre manadas de ciervos y familias de jabalíes y que sirve como reflexión sobre nuestra relación con la naturaleza y el sentido de la existencia humana.
“Perdona si me pongo muy intenso. Es que estos días estoy con un proyecto artístico en la misma casa donde me críe. Vamos, de hecho, ahora mismo vengo de allí”, , se excusa Garrido. Esa casa se llama Martinazo. Está ubicada en pleno cogollo de la reserva. Allí dio sus primeros pasos Garrido, frente a una llanura infinita en la que aprendió a rastrear animales o a identificar huellas de tejón como la que se encuentra mientras cuenta su relato.
Noé fue uno de los últimos niños criados en Doñana, y recuerda su infancia como un tiempo marcado por el “asombro constante”. “Aquí, el mundo se manifiesta en su máxima expresión”, reflexiona sobre un entorno cambiante: una marisma de medio metro de agua en invierno que se conviertía en un desierto árido de arcilla resquebrajada en verano.
Un entorno que, para ir al colegio, por ejemplo, requería de un Land Rover y unas dotas de conducción expertas. “Ese Land Rover cruzaba los charcos que estoy volviendo a cruzar estos días. Mi madre los llamaba los charcos de agua negra, porque aquí el agua es rojiza. Había que cruzarlos y el agua formaba unas olas que hacían que el Land Rover pareciera un submarino. Así es como llegábamos al Palacio de Doñana, donde nos recogía un autobús y nos llevaba a Matalascañas o Almonte a estudiar”, rememora.
Es decir, lo que para algunos sería una auténtica aventura -incluso una película de suspense-, para él y su familia, era el día a día. Tanto es así que aprendió lo que era el asombro ante su mundo a través de los ojos de los demás. “Mis cumpleaños, que los celebraba en mi casa, eran la aventura más apoteósica para mis amigos del colegio. Era la celebración de esa perplejidad”, reflexiona.
Claro que Noé estaba totalmente mimetizado con el entorno. Mientras sus compañeros de colegio miraban la televisión, él mataba las horas explorando el campo, coleccionando criaturas o absorto en la observación de la vida silvestre en sus acuarios y terrarios. “Aquí tenía cuatro amigos. Eran cuatro jabalís salvajes. Yo silbaba y aparecían y se tumbaban para que los rascara. Ellos y un zorro, que también venía porque le había enseñado el mismo silbido”.
La adolescencia, sin embargo, sí reconoce que fue “un paréntesis” en el que rehuyó de Doñana en busca del reconocimiento del grupo. Aunque dice que le duró poco. “Reconecté rápido. No sé, simplemente me di cuenta de lo que era y volví aquí. Y estuve de nuevo hasta los 21 años”, relata. Es una etapa de mucha soledad, que él define como un exilio del mundo en el que está más conectado que nunca con el mundo.
Es entonces cuando se hace efectiva la orden que obliga a abandonar la reserva a las familias que quedaban en Doñana. Quedaban pocas familias, realmente -cuenta-, pero la convivencia humana que había era excepcional y, asegura, de eso se conoce muy poco. “Era riquísimo; tanto como la naturaleza”, apunta al repensar en aquella decisión administrativa que le obligó a salir de Doñana contra su voluntad.
Noé se marcha entonces a Sevilla. Y le visita aquella paloma. Él la cura y cuida, y ella le mantiene en contacto con la naturaleza en un entorno que le fascina por motivos distintos. “A mí una ciudad me parece algo tremendamente exótico. O sea, es una especie de hormiguero gigante lleno de bloques de pisos, que son, a su vez, algo extrañísimo y fascinante. Una ciudad es un río de gente, y yo me dediqué a patearlo y explorarlo como exploraba el campo. O sea, todo es campo, todo es naturaleza; la ciudad también”, afirma Noé, quien, no obstante, descubrió mirando el horizonte la silueta de una serranía cercana.
Allí acabó unos meses después. En una cabaña de piedras junto a un arroyo en la Sierra de Aracena. En ese mismo espacio volvió a reconectar con las partes que le faltaban y, un día, comenzó a escribir el libro que le ha conducido hasta esta entrevista. “Yo sentí que tenía que devolverle al mundo todo lo que había recibido. Por eso escribí este libro”, cuenta sobre un proceso que llevó a cabo mientras veía desde la distancia y con preocupación la situación de Doñana.
En este sentido, Garrido considera que “Doñana es un símbolo de lo que ocurre en el mundo”. “Aquí todo es muy extremo: la belleza es inconmensurable, pero también la fragilidad. Y, ahora que te estoy hablando desde Doñana, puedo decirte que hacía años que no la veía tan exultante”, reconoce, recordando los últimos y duros años de sequía que han impactado a la reserva natural y a las especies que la habitan.
Hoy, sin embargo, luce en todo su esplendor para el que fuera uno de los últimos habitantes de Doñana. Alguien que, antes de colgar, reconoce que hay un cierto peligro en lo que observa ante sus pies. “¿Por qué estoy tan extasiado por esto?”, se cuestiona. “Porque desafortunadamente esto se ha vuelto algo excepcional. Ese es el problema. Es que esta belleza antes era lo normal en Doñana, y ahora se ha vuelto algo excepcional”, cavila antes de colgar el teléfono y perderse en el edén en el que un día fue un niño.
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