6D: ¿dónde está la Constitución en tiempos de crisis democrática?
La esperanza se encuentra en ocasiones desasida, como flotando sobre todo acontecimiento, sobre todo ser concreto, visible, ella sola, la esperanza sin más
Entre las grandes fortunas que me regala mi trabajo universitario está la oportunidad de tener cada curso delante de mí jóvenes que tanto me enseñan del mundo que estamos viviendo. Con el paso de los años me he ido dando cuenta de que una de las claves que diferencian al buen del mal profesor radica en nuestra capacidad de ponernos en el lugar de ellos, es decir, en la habilidad, siempre compleja e imperfecta, de tender puentes y escuchar. En ese intento ando curso tras curso y debo reconocer que cada vez me cuesta más porque voy sumando más dificultades para traducir el lenguaje que ellos y ellas hablan y el que yo aprendí en una realidad que no era digital. Últimamente, además, esta tarea se va haciendo más cuesta arriba porque percibo en mi alumnado una desesperanza que no solo los paraliza sino que también, a menudo, hace que parezcan agrios, desconfiados o, como mínimo, desilusionados. Cuando les explico los contenidos de nuestra Constitución, a la que me niego a tratar como un dogma que reverenciamos, es fácil que ellos y ellas me devuelvan incomprensión, insatisfacción y muchos, muchos interrogantes, ante un sistema que no está siendo capaz de atender sus problemas esenciales. Unos problemas que están conectados con sus perspectivas de futuro, siendo como son parte de una generación que, como bien ha analizado nuestra “cosmopoética” Azahara Palomeque, va a vivir peor que sus padres y sus madres. Con frecuencia me transmiten su desconfianza hacia los partidos políticos, su cabreo incluso ante unas dinámicas frentistas en las que el narcisismo pesa más que el bien común o su malestar ante una expectativas vitales que ni siquiera la Constitución española ampara como derechos fundamentales. Todo ello mientras que apenas si pueden escapar, mis alumnos y mis alumnas, pero también yo mismo, de las cámaras de eco que crean las redes sociales y de la incapacidad para implicarnos en lo colectivo. Es evidente que las lógicas neoliberales y los mandatos de una traicionera meritocracia nos están llevando a un escenario en el que no deja de aumentar la distancia entre vencedores y vencidos.
En este escenario, cada día que pasa es más complicado enseñar Derecho Constitucional y, sobre todo, transmitir ese entusiasmo cívico necesario para que perdure lo que los especialistas denominaron de manera un tanto cursi “sentimiento constitucional”. Es justamente esa conexión que va más allá de lo racional, y que tiene que ver sobre todo con la confianza en que unos valores y principios incuestionables regirían nuestra convivencia poniendo límites a los excesos del poder, la que se ha ido quebrando en unas décadas en las que hemos asistido a sucesivas crisis y en las que, me temo, no hemos contado con unos actores políticos a la altura de las circunstancias. Todo ello mientras que no ha dejado de crecer la desigualdad y mientras que la precariedad se ha encarnado en existencias frágiles que, a su vez, y perversamente, no pueden escapar de los sueños del consumo y de los deseos de felicidad que nos venden las pantallas. Puro y duro capitalismo al que el constitucionalismo no ha sabido poder freno ni mesura.
Con una Constitución tan rígida como la nuestra, que pide a gritos darle una vuelta a su esquema tan liberal de derechos así como la incorporación de otras realidades que hoy nos definen y nos interpelan en cuanto sujetos, y con un sistema de poderes en el que los contrapesos han ido sustituyéndose por seducciones recíprocas, vivimos en una encrucijada en la que es fácil perder la esperanza y caer en el error de pensar que no somos parte esencial de los engranajes democráticos. La ausencia de memoria, alentada desde una transición de la que nos hurtaron las anatomías de tantos instantes (que se lo digan a las mujeres de este país), y las carencias de una educación convertida en arma arrojadiza en las tribunas parlamentarias, han sido decisivas en desactivarnos como ciudadanía y en domesticarnos en ese lugar tan peligroso que hoy habitan la nostalgia de la derecha y la melancolía de la izquierda. Tal vez las cosas empezarían a cambiar si tomáramos conciencia de que la parte de soberanía que nos corresponde no solo se activa cuando acudimos a las urnas sino que más bien es todo un proceso en el que cada día nos comprometemos, con frecuencia también desde la inacción.
De todas estas cuestiones procuraremos hablar el próximo jueves 11 de diciembre en mi Facultad, en una mesa redonda en la que nos preguntaremos dónde está la Constitución en estos tiempos de crisis de la democracia. Una pregunta que ha de interpelarnos de manera muy especial a quienes desde lo académico con frecuencia nos aislamos de las calles pero también a una ciudadanía que no debería estar a la espera de salvadores. Ojalá la conversación de la próxima semana nos sirva para tomar conciencia del papel que nos corresponde en superar la desesperanza. Recordando que, como nos enseñó María Zambrano, “la esperanza como un puente marca el camino al señalar la otra orilla”.
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