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'Desconocidos': El poder de la mirada

Andrew Scott y Paul Mescal en 'Desconocidos'

Octavio Salazar

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Quienes fuimos niños queer-esa palabra con la que ahora pareciera que huimos de otras que nos remiten a insultos y humillaciones -, y muy especialmente quienes los fuimos en la década de los 80, hemos sentido en algún momento la necesidad de reescribir nuestra historia familiar o, como mínimo, de revisitar ese tiempo en el que nos sentimos tan perdidos y en el que nos habría gustado encontrar refugio en los más próximos. Crecimos arrastrando miedos e inseguridades, con una angustia similar a la que se siente al despertar de una pesadilla. Muchos aún tenemos una profunda herida que nos hace singularmente vulnerables. Estoy seguro, por tanto, que muchos os habréis reconocido en el Adam de la última película de Andrew Haigh, ese escritor que, a través de un doloroso ejercicio de memoria, trata de reconocerse y aceptarse. Un hombre que, aislado en uno de esos edificios terroríficos en los que sobrevivimos a la modernidad, necesita volver al niño que fue y hablar todo lo que calló con su padre y su madre. Como si fuera posible, por arte de magia -la del cine, la de la literatura, la de los sueños, la de la imaginación-, resucitar lo perdido y coser con amor lo que se quedó apenas hilvanado.

Desconocidos, que es una tristísima historia de amor pero también un retrato generacional en el que muchos nos vemos reflejados -ahí está la banda sonora para ubicarnos en un tiempo de temores y armarios-, nos arrastra a su juego y nos deja desarmados. Al director le bastan unos diálogos precisos  y unas miradas que hablan, así como una insistencia hermosísima en la comunicación a través de los cuerpos, para hacernos entender y emocionarnos con la peripecia de Adam, un hombre tan frágil que parece pedir a gritos que lo cuiden, que le den un baño caliente, que lo abracen cuando se despierte temblando de miedo. Un tipo que escribe y reescribe, que se mira en el espejo de lo que vivió y de lo que quedó por vivir, y que mal vive en una soledad que araña. Esa de la que parece salvarle un amor (im)posible, un encuentro inesperado, una historia entre soñada y vivida que le hace salir de sí mismo y recuperar el aliento. Un milagro que seguro a cualquiera de nosotros nos redimiría si se hiciera cuerpo, como ocurre en la película, en un Paul Mescal de mirada triste y manos que cuidan. Ese Harry que ojalá un día llamara a nuestra puerta. Como un gladiador vencido al que bajarle la fiebre de la que no se da cuenta.

Desconocidos, que podría naufragar en su atrevimiento de llevar al límite lo real y lo imaginario, y no digamos en su vindicación del amor como herramienta sanadora, se sostiene no solo por un guion exquisito, por una fotografía que arropa el relato y, sobre todo, por unas interpretaciones que nos sobrecogen. Solo intérpretes de la solvencia de Jamie Bell y Claire Foy pueden hacer posible que nos sacuda la emoción cuando Adam se encuentra con el padre y la madre que perdió cuando era un niño. Imborrable ese padre que abraza y que entiende, o esa madre que canta You are always on my mind en una navidad en la que el hijo descubre el poder del amor. Siempre la cama de los padres en la que refugiarnos en noche de tormenta. La madre sostén que a veces nos hiere con su afán de protección, el padre desconocido que está deseando que alguien le tire de la lengua para decir te quiero. Ay, si pudiéramos escribir el relato de una casa sin armarios y de una infancia sin insultos.

Desconocidos es una película sobre la realidad de ser extraños, sobre las soledades y los miedos, sobre la necesidad del amor entendido como cuidado. Andrew Haigh parece además empeñado en mostrar y demostrar la importancia de la mirada. Esas que nos dicen tanto de las angustias y de las revelaciones de Adam, al que Andrew Scott dota de verdad con una interpretación que es un auténtico ejercicio de malabarismo. Las que nos hacen atisbar los laberintos de Harry o las que, entre ellos, construyen puentes. Siempre entre lo real y lo soñado. En ese equilibrio raro en el que consiste el amor. Esa potencia que puede ser a un tiempo destructiva y reparadora, y que siempre necesita del verbo mirar como acción que nos ubica en el otro, que nos permite corporizar las emociones, que nos define en el espacio y en el tiempo. Una virtud también que estamos perdiendo en estos tiempos de pantallas que vemos, y en las que nos vemos, pero en las que no miramos. La mirada, en fin, casi como una actitud subversiva. La única salida de ese edificio en el que nos mata lentamente el silencio. La que nos puede salvar de las garras y los vampiros. El poder de la mirada. En fin, the power of love.

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