Así viven Deborah y su familia el Ramadán en Córdoba en pleno confinamiento
En una década, la vida de Deborah ha dado un giro de 180 grados. En 2009 dejó atrás su vida en Madrid y con 26 años viajó en un AVE con destino a Córdoba. Necesitaba cambiar el camino que había ido labrando durante años pero que no había sido el correcto. Con cuatro hijas de cinco, tres y dos años y una bebé de siete meses llegó a la capital cordobesa, donde acabó convirtiéndose al islam a finales de ese año. Este 2020 celebra su noveno Ramadán rodeada de su familia formada por ocho personas: sus seis hijos y su marido, Issam.
No es el primer Ramadán que Deborah e Issam -que se conocieron hace un año y medio- harán en casa, pero sí el primero en el que el joven marroquí no podrá ir a la mezquita a orar y a encontrarse con sus amigos, una situación que le genera bastante tristeza. El Ramadán es también un encuentro con la sociedad y el coronavirus ha impedido este año poder socializar, también, durante esta fiesta. A pesar de ello, Deborah cree que el de este año será “mejor” que los anteriores porque “al no estar en la calle, el desgaste es menor, y en la fecha en la que ha caído no hace un calor extremo”. Lo que sí es cierto es que no es lo mismo hacer un Ramadán con hijos o sin ellos debido a la atención constante que requieren.
Recuerda el cansancio físico de otros años y cómo asolaba el calor al recoger a sus hijos al colegio. Regresar a casa. Hacer la comida. Ir a comprar. Preparar meriendas. Limpiar. Es evidente que no es lo mismo realizar estos trabajos habiendo hecho todas las comidas que llevando en el estómago lo ingerido a las cinco de la mañana. “El no comer alimentos te hace que llegues muy cansada”, cuenta esta joven madrileña bajo la atenta mirada de su marido y sus hijas, María Teresa y Soraya. Dorsaf, la bebé de cuatro meses, permanece en silencio en los brazos de su padre y Yassim -de tres años- mira provocando sonrisas que se ocultan tras unas mascarillas. La desconfianza que manifiesta al principio se convierte en naturalidad horas después. Más tarde descubrirá que quienes han llegado a su casa no son policías que vienen a verificar si se porta bien o no para poder salir el próximo lunes a la calle.
A pesar de la crisis sanitaria, la familia abre las puertas de su casa a CORDÓPOLIS. Vivir el confinamiento en una pequeña vivienda con ocho en casa no es fácil. Quiere contribuir a desterrar mitos y prejuicios de una religión en un país históricamente católico. Así es la familia de Débora, la que vive en Madrid, y así se crió ella. Recibió el bautismo e hizo la primera comunión. Era opuesta el Islam y a todo lo que tuviera que ver con la cultura musulmana. Si veía algún árabe en el metro de Madrid, recelaba. “Bautiza al niño que sino se te hace moro”, recuerda haber escuchado. “Nos programan desde pequeños para vivir en el cristianismo”. En un seno profundamente cristiano y practicante, a su familia les costó entender su conversión al islam. Hoy echa en falta a su hermano, con el que habla pero a quien le gustaría abrazar más.
La lectura fue el nexo de unión entre Deborah y el islam. Empezó a leer libros sobre esta religión después de que una persona le hablara de ella. A finales de 2009 hizo su shahada -conversión- a esta religión. “Encontré mi camino en el islam y mi hueco como mujer. Los prejuicios en torno a esta confesión giran en torno a que es machista pero mi interpretación es otra bien distinta: simplemente quiere proteger a la mujer, por eso vamos tapadas. Ha habido muchos casos de mujeres a lo largo de la historia que han sufrido abusos y vejaciones y lo que pretendemos es que se nos mire por cómo somos y no por cómo vestimos o por cómo son nuestras curvas o nuestro pelo. Mírame a los ojos y dime qué ves. La gente puede interpretarlo como algo machista pero para mí es evitar que sufra”.
Deborah porta el hiyab ante la presencia de hombres diferentes de los de su familia. Llevarlo o no, cuenta Issam, no es una obligación, pero sí es una indumentaria mayoritaria entre las musulmanas. Ella decidió llevarlo “porque el Corán dice que sólo deben verse las manos y la cara”, decisión que la he hecho enfrentarse a multitud de adversidades durante diez años. “He recibido desprecio. He escuchado que me fuera a mi país cuando vivo en él. Me ha parado la policía pidiéndome el pasaporte o la tarjeta de residencia. Yo no tengo nada de eso, sino mi DNI. Al ver que soy española, su actitud ya cambia”. Cuando dio a luz a su última hija, en la puerta del hospital decidió quitárselo ante el “miedo” de no recibir el mismo trato que otra mujer. Sin embargo, relata, tuvo que dejar claro en varias ocasiones que era española. “Nos venden que estamos en una sociedad de libertad pero cuando te toca a ti te das cuenta que todo es una farsa”.
Issam hace un inciso en la conversación para recordar que en el cristianismo y en el judaísmo también se habla del velo, una vestimenta no exclusiva del Islam. La pareja difiere de cuándo una mujer debe ponérselo y ella defiende su postura: “No estoy de acuerdo en que las musulmanas se lo pongan [el velo] cuando se casan porque entonces ya estamos hablando de sociedad y cultura y no de religión. El Corán dice que debemos ir tapadas y no distingue de si estás casada o no”.
Su hija mayor, Deyanira -de 17 años-, es la única que está bautizada. Respeta la religión de su casa pero no le presta demasiada atención. Nunca se ha puesto el velo ni ha querido. Deborah tiene claro que le queda toda una vida por delante para decidir si quiere creer o no y en qué. María Teresa -14 años-, Soraya -13 años- y Débora -12 años- sí se han puesto el velo en alguna ocasión, como ha ocurrido en el inicio del Ramadán, con la oración de Fayar. Soraya, además, acompañará a su madre y a Issam en el ayuno. Es muy joven pero quiere vivir la experiencia que realizó Deborah por primera vez con 26 años. “Los primeros Ramadán cuestan, por lo menos a mí. Al igual que el día uno. Recuerdo que en mi primer Ramadán, lo que más echaba de menos era el café de por la mañana. Durante todo el mes me vine abajo en varias ocasiones pero dije: hay más gente como yo así que, puedo”.
Durante todo un mes, Deborah, Issam y Soraya ayunarán durante todo el día y volverán a comer cuando se ponga el sol hasta que amanezca, pasadas las cinco de la mañana. En los rezos -Fayar, Dohor, Assar, Magreb e Isha- sí les acompañan María Teresa y Débora. Antes de las 21:00, las chicas proceden a lavarse las manos y los cinco comienzan el rezo, que dirige Issam. En sus oraciones piden por la salud de su familia, como de costumbre, y por que la pandemia frene de una vez. “Están muriendo muchas personas y el daño es tremendo a todos los niveles”, relata Deborah. La pequeña duerme en su cochecito y Yassim no deja de prestar atención a su familia y a los focos. Tras el rezo, Issam cocina la primera cena del Ramadán, que no es copiosa. A las cinco de la mañana volverán a rezar y tendrán escasos minutos para seguir comiendo, ardua tarea para Deborah durante los primeros días.
Al igual que miles de familias en Córdoba, Deborah e Issam sienten mucha incertidumbre sobre cómo será el futuro. “Nos dicen que la vida no volverá a ser la misma pero, ¿en qué va a cambiar? ¿Vamos a saber adaptarnos? Es todo un cúmulo de preguntas que es mejor no hacértelas e irlas afrontando conforme vengan”. Pero ella ha salido adelante de situaciones mucho peores. “Mucha gente que conozco y que ha pasado por lo que yo he vivido ha caído por el camino. He conseguido todo lo que tengo gracias a mí y a Dios. No le debo nada a nadie en la tierra. Ahora pienso que Alá siempre estuvo conmigo, incluso cuando yo no era musulmana”.
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