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Mariano Amaya, 4: el viejo pozo árabe de leyenda

Patio de la calle Mariano Amaya, número 4. | TONI BLANCO

Rafael Ávalos

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Al patio de esta casa, del siglo XIX, se halla ligada la historia de la aparición cada noche de un señor, el ‘Padre Mariano’ | El recinto conjuga el respeto a sus elementos originales con la variedad floral

Tiene Córdoba el latido de su historia. El presente está escrito a través de su pasado, narrado con tinta indeleble para que sea leído también en un futuro. Un negro sobre blanco representado en un legado para la posteridad, como cada relato que dejara el paso de los siglos. Una ciudad antigua, que además atestigua ser patria de culturas muy diversas, siempre goza de una amplia colección de obras de importancia. Y en su biblioteca existe espacio para todo tipo de literatura. Incluso para la que describe hechos que se encuentran entre lo real y lo fantástico -o lo imaginado, si se prefiere-. Porque es ésta una urbe que posee el encanto del misterio, que convive con él, como dan buena muestra muchos de los relatos que de ella hablan y que, en no pocas ocasiones, perduran sin necesidad de utilizar pluma y papel. Son esos que mantienen su vida gracias a la tradición, a la continuidad que le otorga cada generación. Difícil es hallar un rincón del casco histórico sin su leyenda.

En la calle que conduce de Jesús Nazareno a Pozanco y al revés, antaño llamada de El Peral, un libro sigue en el estante. Sin que el polvo lo cubra. Muy presente sigue su narración en el número 4 de Mariano Amaya. Si alguien la desconoce, la propietaria del inmueble la recuperan gracias al verbo… La construcción de la vivienda data del siglo XIX, en fecha de 1863 o 1864, y que perteneciera al Duque de Hornachuelos. Al cruzar el zaguán el visitante se topa con un suelo de viejo empedrado que continúa tal y como fuera originariamente. Enseguida el color conquista la mirada en el abierto a la luz recinto. “El patio me da la vida. Me levanto, desayuno y ya me voy a arreglarlo. Estoy todo el día en él”, expresa Marina Muñoz, la dueña de la casa, que presenta una amplia variedad floral. Gitanillas y geranios, por supuesto, comparten escenario con otras muchas plantas. “Este año hemos comprado farolillos chinos, hay pendientes de la reina… Me gustan todas”, indica Muñoz.

Para la propietaria de esta casa el cuidado de las flores es auténtica pasión, aun a su veteranía. Con casi 80 años atesora una vitalidad envidiable. Es cierto aquello de que la juventud es más cuestión de espíritu que de edad. “En un día me pinté 40 macetas”, apunta al tiempo que muestra un patio en el que cada tiesto, sin importar su tamaño, tiene un pequeño cartel en el que se especifica la planta que presenta. “Mi hija me riñe, porque no puedo tirar ningún hilito que se caiga. Todo lo que me sobra, lo utilizo y me agarra”, añade con simpatía Marina Muñoz, quien vive en el número 4 de Mariano Amaya desde hace casi cinco lustros. En el recorrido, antes de una galería que lleva hacia una de las estancias del piso bajo del inmueble, una vitrina muestra recuerdos y en una ventana aparecen pequeñas obras de arte. “Esos dedales los hice de croché. Me gustan mucho las miniaturas”. Las plantas encuentran su lugar en toda clase de maceta. O más bien, cualquier objeto puede ser un tiesto. Los elementos de costura o una jarra también.

Pero las flores no son lo único especial que tiene el patio, pues un elemento esconde una antigua historia que recorre San Lorenzo. Se trata del viejo pozo árabe, de gran profundidad y en torno al cual existe una de esas narraciones que conjugan lo real con lo fantástico. “La calle se llama Mariano Amaya por un cura que dicen que vivía aquí. A mis hijos les decía, comed que si no sale Mariano Amaya por el pozo”, detalla Marina Muñoz. El sacerdote en cuestión lo fue de la parroquia fernandina que da nombre al barrio, así como de otras, allá por el siglo XIX y promovió la llegada de los salesianos a la ciudad. En realidad, el relato habla de la aparición de un señor, al que llamaban Padre Mariano, que surgía cada noche del interior de tan pretérita parte del recinto para velar por éste y el resto del inmueble. Es la leyenda del viejo pozo, que además posee alguna peculiaridad más. “Tiene una cancela de hierro y un túnel que va a llegar a otra casa de la Magdalena. Mi marido bajó y lo vio, pero no pudimos averiguar más”, cuenta Muñoz. Sin la certeza de lo que esconde ese subterráneo de Córdoba, lo cierto es que una verja, a 20 metros de profundidad, abre paso al mismo.

Se trata de un pedazo más, tan importante como cualquier otro, escrito o no, del legado de Córdoba, que siempre mantiene ese aire de misterio que la hace más especial si cabe. Una ciudad que se descubre también en cada paseo por inmuebles como éste de Mariano Amaya, en el cual llegaran a vivir seis familias. Ahora lo hace Marina Muñoz junto a su nieto. Su hija, María Celeste Almenara rememora el inicio de la participación en el Festival: “Desde el 93, aunque durante un tiempo hemos estado sin concursar. Hasta que el año pasado volvimos a presentarnos”, expone. Esa ausencia se debió a la pérdida de su padre, José Antonio Almenara Sánchez. “En el Concurso entramos por él. Le gustaban mucho las flores y era una de los fundadores de la Asociación Claveles y Gitanillas y estaba muy involucrado. Cuando se casó mi hermana pequeña preparamos el patio para la boda y le dijeron que lo presentara. Y se dijo que sí”, explica María Celeste al respecto. Gracias a aquella iniciativa y a la pasión que mantienen tanto su madre como ella, la leyenda continúa. Al igual que la historia.

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