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Elena Lázaro

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Si no fuera por los forros quechua y las zapatillas kalenji podrían pasar por una comisión delegada del Consejo de Seguridad de la ONU. Sentadas a la mesa, con los cafés todavía humeantes, esta pandilla de #señorasque analiza el conflicto internacional provocado por Putin con el mismo desparpajo con el que critica al paisano que acaba de saludarlas y con la serenidad con la que llaman la atención a la camarera para que se apure con las tostadas.

Vale, quizás exagere y no lleguen a comisión delegada, pero para think tank les da. En su argumentación hay más sentido común y reflexión que en cualquiera de las tertulias televisivas que a esa misma hora intoxican a millones de personas desde los magazines matinales de las teles generalistas. La geopolítica desde la Avenida Virgen de Fátima se construye en chándal y en el tiempo que transcurre entre que acabas el café y media y pides la caña y el aperitivo. Eso que los snobs llaman brunch y en román paladino es una sentada en toda regla.

El orden del día atiende hoy a la Guerra en Ucrania como asunto prioritario, pero hay espacio para comentar el retraso municipal en la limpieza de las naranjas que se acumulan en las aceras, la inflación en la cesta de la compra, la incomodad de las bragas de croché que usaban en la infancia y no sé qué problema sobre el número exacto de integrantes del grupo Cántico. Ahí ha sido exactamente el momento en el que me he rendido a sus pies: ¿cómo se puede llevar una conversación de la guerra a la poesía utilizando como transición el precio de la bacalaílla, que cuesta ya tanto como la pijota? Puro magisterio conversacional.

Cuando la panda de señoras alcanza el nivel antisistema total y se arrancan a apuntar al capitalismo como única causa de las guerras y la ruina de medio mundo, empiezo a imaginarlas corriendo con cócteles molotov en la mano y por fin me explico lo del chándal y las zapatillas. Es curioso, pero en ese momento asustan más que el grupo de musculados y tatuados veinteañeros que ha ocupado la mesa que tengo a mi espalda. La chavalada ha resultado ser una pandilla de blanditos sorprendidos por lo impresionante que fue ver a la chica que quedó primera en las pruebas del curso de agente de seguridad. La anécdota no tiene desperdicio. Según cuenta uno de ellos, el examen consistía en entrar en una sala oscura, localizar al sospechoso e inmovilizarlo. A él le costó un rato. La chica tardó bastante menos. Fue la única que encendió la luz antes de empezar. He tenido que girarme descaradamente para ver sus caras. Ríen y, lo mejor, lo hacen bromeando sobre su masculinidad. Yo sólo he podido pensar que la aspirante a guardia debía de ser la nieta de alguna de las #señorasque analizan el mundo.

En la mesa directiva de este lobby se puede entrar y salir de la escena sin dar muchas explicaciones. En el rato que me he sentado frente a ellas han entrado dos asesoras y salido tres de la conversación sin que a simple vista el grupo parezca cambiar mucho ni se resienta la discusión. La primera ha llegado resoplando tras salvar el desnivel que separa la avenida Carlos III de la Avenida de Fátima, en esa cuesta eterna que es la calle Arcos de la Frontera. No es la única a la que le falta el aire al llegar a esta esquina.

He calculado que la media debe andar en unas tres personas asfixiadas cada cinco minutos. Las hay que salvan la altura con ayuda de un bastón, del brazo de alguien o en el carrito de la compra. Cualquier apoyo es poco cuando se trata de hacer cumbre. El esfuerzo -quizás exagerado por la épica de la narración- merece la pena. El barrio de Fátima es el único desde el que mires al punto cardinal que mires, siempre ves el campo. Unos horizontes que hacen parecer a este barrio de calles anchas un lugar especialmente abierto, respirable. Aquí, mis disculpas al activismo vecinal que desde hace años batalla precisamente por alejar de aquí a la cercana fábrica de cementos que contamina el barrio. Aunque la suciedad no está sólo en el aire.

Fátima es un geométrico conjunto de calles paralelas y perpendiculares impolutas entre las que se esconde un laberinto de pasajes y pequeñas plazas a modo de oasis para el descanso. Sin embargo, la falta de civismo de algunos ha convertido esos espacios en un campo de minas antipersona a base de excrementos caninos. He estado a punto de incorporarme a la mesa de debate para sumar el asunto a la agenda, pero me he percatado que el atuendo de esta mañana no me iba a permitir mimetizarme con las señoras, así que el asunto “recoja usted su mierda, caballero” ha quedado fuera del orden del día.

El quiosquero me ha dado el pie, pero tampoco he sido capaz de aprovecharlo. Le he oído abroncar a dos adolescentes cuando el perro que paseaban ha levantado la pata sobre la portada de National Geographic. Es la edición de enero, con el volcán de La Palma en plena erupción. Ahora que lo pienso, igual el animal sólo quería echar una mano. El kiosco de Paco hace las veces de consigna para los mensajeros que no encuentran a nadie en casa al hacer sus entregas. Dos paquetes le han dejado mientras yo trataba de decidir cuál de los libros de segunda mano que tiene a la venta iba a llevarme. Le he preguntado si sabía que las empresas de mensajería pagan por convertirse en punto de recogida, pero a Paco no le interesa ya echarse más obligaciones a la espalda. Pide poco el quiosquero; detalles sin importancia como que sus vecinos eviten que sus perros le meen las revistas que tiene expuestas en el suelo. Parece lógico. Tanto como encender la luz para ver bien lo que haces, tanto como que todas las guerras se hacen por dinero.

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