Diario del Confinamiento | La vecina de Vox
Tengo una vecina que vota a Vox, que es de Vox, vamos. A mí me da igual, obviamente, como si es del Galatasaray, qué más me da. Lo sé porque ella lo dice en voz alta desde su terraza. Hablando sola o por un teléfono inalámbrico; pero en voz alta, eso seguro.
Yo no sé distinguir a quién vota la gente por su cara, por sus gestos o por su ropa. Hombre, pueden dar pistas, pero no son seguras. Por eso no confío mucho en la intención de voto o en las encuestas “a pie de urna”: la gente puede echar alguna mentirijilla.
Pero creo que los votantes de Vox, sí. Me parecen los más orgullosos de decirlo. Los que no se cortan. No sé si lo hacen a modo de presentación o de marcaje de distancia, en plan “ojo, que yo voto a Vox”, o por si provocan un efecto contagioso por esporas o por el propio sonido de la equis, que mola un montón: ¡kssss!
La otra noche, a las nueve, cuando comparecía el presidente del gobierno por la tele, mi vecina salió al balcón a pegarle piñazos a una olla. Creo que era una cacerolada convocada en contra de Sánchez por la derecha o la derecha más a estribor de la derecha o alguien así, no sé bien, yo no estaba convocado.
Fue la única del bloque. Y la mejor, claro. No sólo le daba con un cucharón a la perola, sino que lo combinaba con golpes a la barandilla metálica del balcón. Un estruendo y un buen rato.
Me recordó a John Bonham, el batería de Led Zeppelin, que murió borracho ahogado por su propio vómito, como mueren los rockeros de verdad, y que aporreaba los tambores como un bisonte en estampida. (Paul McCartney no morirá ahogado en su propio vómito ni de coña, si es que muere, porque no es un rockero de verdad. Además cada vez se parece más a la tita Puri).
Cuando mi vecina acabó solita su solo de olla y barandilla, estuve a punto de aplaudir; pero ya me pareció excesivo y me corté.
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